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No había dicho palabra alguna desde que Lucien apareció ante su puerta

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No había dicho palabra alguna desde que Lucien apareció ante su puerta. El muchacho de anteojos optó por un mutismo obligatorio esperando que el invitado se marchase en la brevedad posible.

No quería, ni pretendía, relacionarse con las amistades de Jeremy, sobre todo, si buscaban alejarlo de él.

Mantuvo los ojos siempre fijos en la pantalla del ordenador, perdido entre infinitos colores y efectos visuales mientras maldecía cada tanto por una muerte repentina o un descuido de equipo.

Lucien sonreía al verlo reaccionar cada tanto, al escucharle reclamos sin sentido porque él no era fanático de esa clase de juegos, aunque conocía algunos. Entonces resuena la voz del narrador dictaminando una derrota a su equipo y Gabriel, luego de golpear el escritorio, se aparta del ordenador y se arroja sobre la cama.

–¿Otra vez? –pregunta Lucien disimulando una sonrisa; –Hoy no es tu día.

–¡Puros mancos! –replica mirando hacia el techo; –Imposible ganar una partida así. ¡Imposible!

–Y con tu impaciencia, peor –ríe Lucien sentándose a su lado sobre la cama.

Gabriel insiste en ignorarlo, en hacerse a la idea de que no está en compañía, pero Lucien es demasiado paciente, demasiado tranquilo y silencioso como para sucumbir ante aquella niñería suya, porque de eso se trata, una simple niñería, una malcriadez, cosa que repetirá durante cada visita.

Y aquel inusual muchacho permanecerá ahí, siempre cerca, casi siempre callado y sin decir más de la cuenta, porque su voz solo debe decir las palabras que van a la par de las que Gabriel haya dicho o no, como un cálculo exacto, una paga sin excedente alguno.

–¿Por qué insistes en venir? –preguntó Gabriel una vez. Lucien guardó silencio.

–Creí saberlo –dijo al rato; –pero ahora no estoy muy seguro.

–¿Y entonces? –replicó Gabriel confrontándolo con la mirada; –¿Por qué no te largas y me dejas en paz? ¿No tienes nada más que hacer?

–Me gusta estar contigo –musitó Lucien clavando sus claros ojos sobre la aguerrida mirada de Gabriel. Éste titubeó.

Un leve tinte sonrosado le coloreó las mejillas tras apartar la mirada de él.

¿A qué se debía aquel súbito nerviosismo?

¿A qué se debía aquella tan sincera declaración?

Porque eso era, definitivamente, una declaración, una muestra de afecto directa y para nada disimulada.

No está acostumbrado a tal cosa.

No está acostumbrado a enfrentarse a palabras de ese tipo, a miradas de esa clase, a presencias tan insistentes, tan constantes, tan decididas a hacerle cambiar de actitud.

Sensible e insensato -Privilegio- ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora