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Durante el pasar de los minutos, más y más rostros se reencontraban, sonrientes y jubilosos, celebrando el inicio de una nueva aventura con los ya conocidos y abriéndole las puertas a los recién llegados por conocer

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Durante el pasar de los minutos, más y más rostros se reencontraban, sonrientes y jubilosos, celebrando el inicio de una nueva aventura con los ya conocidos y abriéndole las puertas a los recién llegados por conocer.

Y así, uno a uno, se fueron apareciendo los gritones, los revoltosos, los peleoneros, los lunáticos, los silentes, los fantasmas, los que conocen a todos, los que no conocen a nadie, los que quisieran conocerlos a todos, los que quisieran no conocer a nadie, y pare de contar, pero Camille no hacía acto de presencia todavía y a Caleb aquello le parecía un sinsentido.

La fama precedida por sus tan variados apodos lo habían hecho llenarse de saludos, de palmadas en la espalda, de sonrisas a lo lejos, de miradas y más miradas, tal cual estaba acostumbrado, pero no lo quería.

La única mirada que buscaba en ese momento era la de aquel muchacho pálido que, al igual que él, yacía rodeado, a diestra y siniestra, de saludos y sonrisas y palmadas y más saludos y más sonrisas. La única mirada que, también, deseaba sopesar, con la mayor de todas las culpas, era la de aquella hermosa niña con dientes de lata, la de gruesos anteojos y larga cabellera. 

Ella y nadie más que ella, él y nadie más que él, ellos y solamente ellos, porque eso era lo que mantenía, todavía, su corazón sobre una balanza: la culpa y el amor, la ausencia y la distancia.

Ella, Camille, era culpa, amor y ausencia. Él, Jeremy, era culpa, amor y distancia. Ambas caras de una misma moneda, una que solo sabe girar y girar mostrando, siempre, la misma cara, la misma efigie, la misma sombra indecisa que solo cambia de nombre, pero no de intenciones, ni de palabras, ni de actitudes, aunque se contradigan, porque sí cambian, pero sin hacerlo del todo.

Y ahí es cuando gana peso el nombre, el de Jeremy, con su sonrisa blanca a la distancia, con su cabello extraño, ese que te atrapa de buenas a primeras porque no logras descifrar su color, siempre cambiante ante la luz, ante la sombra, así como él, porque no es lo que parece, no es como aparenta, aunque enamora lo que proyecta, lo que se posa ante tus ojos con esa actitud huidiza y frágil, con esa miradita abrillantada y esa voz musical que dice las cosas como solo un ángel podría decirlas.

–¿Y cuánto calculas que te dure el secreto? –le pregunta Nathaniel con malévola intención; –Porque, si sigues mironeándolo así, seriamente hablando, nacerán rumores en menos de dos semanas.

–Que sea una, si les da la gana –responde Caleb; –O mañana mismo, si es posible. No me importa. Eso es asunto mío.

–Y de él también –añade Nathaniel rascándose la nariz; –Y no creo que le guste mucho la idea.

Entonces recapacitó al escucharle decir aquello.

Un aire colérico le llenó los pulmones y quiso golpear a su mejor amigo, pero no lo hizo. No lo hizo, simplemente, porque no podía, no debía, no iba a castigarlo por tener un poco más de sentido común que él.

Sensible e insensato -Privilegio- ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora