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Cuando las miradas se interrumpieron y Gabriel, de nuevo en su lugar, había quedado fuera de alcance, Jeremy sólo pudo sentir náuseas

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Cuando las miradas se interrumpieron y Gabriel, de nuevo en su lugar, había quedado fuera de alcance, Jeremy sólo pudo sentir náuseas.

Un estrepitoso y deforme sentimiento le regurgitaba en las entrañas mientras, desde el fondo de la estancia, podía sentir aquella mirada, intensa, posada sobre sus hombros.

Se sintió como Frodo en el último tramo de su misión, cuando, con las esperanzas ya perdidas, al pie del Monte del Destino, se vio casi derrotado por el peso y la voluntad del anillo que le colgaba del cuello.

Pero en su caso, no eran ni el anillo ni el Monte del Destino lo que le torturaba las fuerzas y la mente: era la mirada cazadora de Gabriel la que le pesaba, la que le contraía las entrañas en un punzante dolor, en náuseas, la que le desequilibró los sentidos y, por un instante, casi le hace perder el conocimiento.

–¡Hey, Jimmy! ¿Qué tienes? –pregunta Samuel con preocupación al verlo en aquel estado; –¿No te sientes bien?

–N-no es nada –miente Jeremy sin siquiera poder ocultar su tan sombría expresión.

Entonces, como si la presión fuese demasiado para él, se arquea un poco y se lleva la mano a la boca para cubrirla, efecto reflejo de quien está a punto de vomitar.

Para Samuel la señal fue demasiado clara, demasiado evidente: el príncipe no estaba para nada bien.

Se pondría de pie, saltaría por encima del pupitre y se arrodillaría ante Jeremy buscando que éste lo mirara, pero permaneció con los ojos cerrados, la boca cubierta y un malestar que se mostraba únicamente en el tono de su delicada piel.

La profesora del momento, al verlo también descompuesto, le permitió a Samuel llevarlo afuera por un poco de aire.

–Estoy bien, Sam, no te preocupes –dijo Jeremy resistiéndose a levantarse. Pero Samuel no iba a quedarse ahí mirándolo y nada más.

–No estas nada bien –le dijo este, halándolo con la mayor delicadeza que le fue posible; –Deja de ser tan terco y ven conmigo.

No pudo resistirse más de lo que sus fuerzas podían contener, en su interior, aquel nauseabundo sentir, aquellas ganas de expulsarlo todo, de dejarlo correr fuera de sí y librarse del peso de aquel nombre, de aquella mirada, de aquella presencia salida de la mismísima sombra de Mordor.

Porque eso era, para él, Gabriel y sus intenciones: Mordor personificado, una extensión menos ficticia y menos fantástica del propio Sauron, pero hecho hombre, adolescente y, para colmo de males, obstinadamente enamorado, al punto de la obsesión.

Era demasiada información negativa la que, en su disco duro mental, permanecía todavía almacenada respecto a aquel muchacho de anteojos rectangulares y cobriza cabellera.

Una presencia enfermiza era, sin duda, y el nombre en sus labios era un clamor funesto.

Nunca lo habría de nombrar más de lo debido, más de dos veces, a lo sumo, antes de perder los estribos y zafarse de su dulzura superficial, rajar la máscara que lo cohíbe dentro de una faceta voluntaria, como suprimiéndola, controlándola, y así mostrarse tal cual prefiere no ser nunca.

Sensible e insensato -Privilegio- ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora