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Luego de aquella charla, Jeremy instó a tener reuniones a escondidas con Nathaniel, muy a pesar de su recién nacida desconfianza hacia él

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Luego de aquella charla, Jeremy instó a tener reuniones a escondidas con Nathaniel, muy a pesar de su recién nacida desconfianza hacia él. Pero no había de otra: tenía que jugar a los dados con el diablo para así intentar, al menos, prever cualquier inconveniente a futuro.

Y Nathaniel, sabiéndolo todo sobre Caleb, le sería de gran ayuda, desde una perspectiva informativa, obviamente, como una especie de agente de inteligencia.

Diana no sabría nada, así como Samuel, Louis y Ralphie tampoco se enterarían del fulano asunto. Caleb, por el contrario, se daría cuenta de las extrañas desapariciones de Nathaniel, pero jamás habría pensado semejante artimaña por parte de su malévolo mejor amigo.

Habrían sido no más de un par de semanas de aquellos encuentros. A su vez, en ese mismo tiempo, Gabriel habría llevado a cabo uno que otro intento por atraer su atención sin éxito alguno.

La Corte del Príncipe siempre estaba ahí para evitarle cualquier incomodidad, excepto las que ellos mismos le causaban por diversión.

Y así sobrevivió ese par de semanas hasta que llegó ese viernes, extraño viernes, en que las cosas, desde la más temprana de las horas, se volverían insondables, tal y como era Gabriel: insondable, azaroso, inesperado.

Eso le disgustaba.

Llegada la mañana del viernes, justo para cerrar la segunda semana de reuniones ilícitas, en la escuela se siente un alboroto inusual muy a pesar de la hora. Jeremy no le presta, en primer plano, demasiada atención.

Sus pisadas se desvían hacia la izquierda, por el pasillo más largo, hacia las escaleras que llevan al segundo piso con la mente distraída y los ojos al pendiente de un libro que lee, como hace a diario, mientras camina.

En su haber, el día va como acostumbra: fresca la mañana, tibio el aire, el sol todavía tranquilo y la escuela casi vacía. Y los pocos presentes hace mucho ruido, cosa que para él carece de sentido.

Simplemente lo ignora por un rato más mientras monta guardia ante la puerta del salón de clases.

–Houston, tenemos un problema –dijo Samuel apareciendo repentinamente ante él; –Y uno bastante grande.

–¿No te parece muy temprano para los asuntos amargos? –pregunta Jeremy con cierto desgano; –Es que no estoy de humor para...

–Tiene que ver con Gabriel.

–Mier... –dijo a medias poniéndose de pie casi al instante; –¿Dónde está? No está por aquí, ¿verdad?

–Solo deberías asomarte –dijo Samuel señalando por el ventanal que adorna la pared frente al salón.

Abajo, en el patio central, ante los recién llegados, un cardumen de hermosos girasoles, salidos de ninguna parte, adornan el antes triste suelo que rodea al viejo árbol.

Luce distinto, muy distinto, más alegre, más vivo, más digno del príncipe.

Y Jeremy se preguntó cómo era posible que Gabriel tuviese algo que ver con aquella hermosa imagen. Samuel no dijo nada nuevo, tan solo repitió lo anterior señalando, no el árbol, sino la banca que hay debajo, esa que solo él puede habitar.

Suspira.

Un golpe de súbito fastidio le embriaga su ya descompuesto humor y, simplemente, lo hace mostrarse enojado.

El rostro enojado del príncipe se pasearía escaleras abajo, por el largo corredor, hasta el patio central, atravesaría la multitud ya crecida y, con gesto de incredulidad, se toparía con lo que tanto llama la atención.

–No puede ser verdad –musita negándose a aproximarse a su trono mientras, entre risas y murmullos, el público le insistía por tomar posesión del regalo que, obviamente, solo lleva su nombre.

Sobre la mesa de concreto que acompaña las bancas, reposa un pequeño racimo de girasoles, igualmente pequeños, todos brillantes, todos hermosos, muy delicadamente envueltos con papeles de dulces colores y una tarjeta, no tan pequeña, con forma de corazón y un girasol preciosamente dibujado en el centro.

Conoce la mano que dibuja de tal manera y, con desgano, decide tomar la tarjeta, decide enfrentarse a otro de los tan inesperados intentos de Gabriel por enamorarlo, por usar sus debilidades en su contra.

"Girasoles de regalo para un niño adorado" puede leer dentro de la tarjeta, toda decorada a mano a base de creyón y leves rastros de marcador negro para resaltar detalles. Abajo, en el centro, justo antes de la firma, una breve frase le detuvo el corazón de golpe:

"Porque sé que no soy digno, pero no

puedo evitar amarte como lo hago."

La cerró ni bien un puñetazo emocional le aceleró el corazón desde lo improbable: una sensación ya conocida, una sensación vivida y padecida al caer, por mano propia, en los labios de Caleb.

¿Podía ser posible aquella sensación?

¿Acaso la estaba confundiendo?

¿Acaso estaba perdiendo por completo la compostura y, definitivamente, se volvería loco?

Todo era posible, cualquier cosa, sobre todo cuando el amor hace de las suyas sin permiso de nadie, sobre todo, sin permiso de él.

En su rostro no cabían la confusión y la vergüenza, sobre todo esta última.

La muchedumbre, ahora agitada, aplaudía, silbaba, pedí a gritos el nombre del autor de aquel tan impresionante detalle. Jeremy no sabía qué hacer.

No podía, siquiera, moverse del lugar, huir del bullicio, de las miradas, de los rumores que lo perseguirían una vez más, esta vez con mayor gravedad.

–Tendremos problemas ¿verdad? –pregunta Samuel intentando llamar su atención, pero yace demasiado abstraído, con la mente atiborrada de cosas y la vista perdida, fija sobre la tarjeta que, nuevamente, reposa sobre la mesa de concreto.

Mientras todo esto sucedía, Caleb atravesaba la puerta principal del instituto completamente ignorante de aquello.

Tal y como Jeremy antes que él, dibujaría sus pasos hacia la izquierda, tomaría el pasillo en dirección a la escalera, domaría cada peldaño, uno tras otro, hasta llegar al piso superior para, finalmente, toparse de frente con la imagen de un Gabriel que sonríe mientras mira a través del ventanal.

Gabriel vuelve la mirada hacia él y sonríe de nuevo antes de apartarla. Caleb, con la mente en otro lado, con la vista tan despistada como él y los oídos ensordecidos tras un par de audífonos, sigue de largo y se posa justo ante el ventanal vecino.

Entonces nota el suceso: lo ve con aquel enorme corazón en la mano, nota aquel racimo de flores, nota las que yacen junto al viejo árbol. Vuelve la mirada hacia Gabriel, una vez más, y su sonrisa le causa molestia: aquello es obra suya, lo sabe.

Su intuición se lo dice.

Su instinto se lo recalca.

Sus celos se lo gritan.

Sus celos se lo gritan

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Sensible e insensato -Privilegio- ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora