Capítulo 1

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Hay cosas que nunca cambiarán

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Hay cosas que nunca cambiarán.

Tomé los papeles dispersos sobre el escritorio, los introduje con cuidado en la carpeta antes de colocarlo debajo mi brazo. Observé el reloj en la computadora, cinco minutos para la hora de la comida. Imaginé las calles repletas de empleados, los automóviles estacionados en la avenida, la gente buscando un respiro de su desgastante labor. Nos costaría un buen tiempo movernos por la ciudad.

—¿No es mas fácil tomar el elevador? —me preguntó Graciela al verme encaminarme deprisa hacia las escaleras.

Lo era, nadie podía negarlo. De haber abandonado mi absurdo temor por esas máquinas podría ahorrarme las decenas de escalones que dividían la tercera planta de la primera, pero eso era demasiado pedir, mi instinto de supervivencia me recomendaba ayudar a mi condición física subiéndolos diariamente.

—Estaré contigo en unos minutos —le aseguré para que no se preocupara.

Ella negó escondiendo una sonrisa, me conocía, perdería el tiempo intentando convencerme de lo contrario.

Otro de los males que no había abandonado de mi adolescencia era la testarudez. De hecho, mientras más crecía más se afianzaba aquel rasgo negativo a mi personalidad. Intentaba ser optimista, la mayoría de defectos tienen esa vuelta de tuerca que puede llevarlos con maestría a convertirse en virtudes. La perseverancia era de utilidad.

Por ejemplo, esa tarde mientras descendía rápido para entregar una papelería, me propuse usar esa decisiva característica. No sería impuntual con Graciela.

Me había pedido ayuda para hallar una dirección y no había encontrado motivos para negarme siendo ella tan agradable desde que la conocí hace unas semanas. Entró como aprendiz contable, con un sueldo tan miserable que era admirable se mantuviera con buena actitud. En mis épocas de servicio social llegaba a casa arrastrando los pies, debatiendo si realmente era útil tener una carrera. Al final, pese a las dificultades, no me rendí hasta obtener el título.

Si las cosas seguían como hasta ahora estaba seguro no tardarían en darle el puesto de manera definitiva. Lo merecía, era una chica de lo más trabajadora. Tenía tan buena voluntad que me hacía sentir un holgazán cada que compartíamos obligaciones. Claro, ella jamás lo diría, era demasiado modesta para reconocer su desempeño. 

Nunca debí olvidar que uno no puede intentar seguir los planes al pie de la letra sin esperar fallar un buen porcentaje de veces, quién posee la seguridad de realizarlos cuando intervienen terceras personas. No tenemos voz en las decisiones de otros, ni poder sobre sus acciones. Lo tuve bien claro cuando al terminar de recorrer el pasillo y llegar al área de recursos humanos me encontré con un par de compañeros que habían tenido la misma brillante idea de dejar todo a último momento.

Tendría que esperar a que los atendieran primero. De igual manera, conociendo la velocidad a la que vivía el hombre encargado del personal un comercial le quedaría corto, en menos de tres minutos tendría a los que me antecedían fuera de su oficina. No me sorprendería que a mí no me dedicara más de uno. Ser de pocas palabras tenía innumerables ventajas.

El chico que no olvidéDonde viven las historias. Descúbrelo ahora