Capítulo 4

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Recorrí despacio su piel, deteniéndome en las marcas rojas que mañana se convertirían en moretones

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Recorrí despacio su piel, deteniéndome en las marcas rojas que mañana se convertirían en moretones. Mi cerebro se negó a digerir aquella imagen, era como si le fuera imposible transformar en realidad mi peor pesadilla.

Susana no dijo nada, permaneció en silencio, esperando yo ganara valor para exigir respuestas. ¿Cómo le decía que yo tampoco sabía qué hacer? Que compartía sus sentimientos. La voz, la calma, la razón, todo me había abandonado de golpe. Esa madurez que creía que los años me habían brindado quedó reducido a cenizas, quizás fue solo una fachada, porque habían dado en mi punto débil. Susana era mi talón de Aquiles. Herirla era clavar una aguja en la parte más vulnerable. Le había prometido a papá, sin palabras, que cuidaría de ella.

Abracé a Susana entre mis brazos, ordenando mis ideas que se enredaban para hacerme tropezar. Disfrutaban verme caer, era su pasatiempo favorito. Actúe como el peor hermano del mundo. Me pregunté si papá hubiera escogido las palabras adecuadas, cuáles serían. ¿Habría algo al tener hijos que despertara en ti que te indicara cuál era el camino correcto? ¿Siempre iban a ciegas? Cerré los ojos, frustrado conmigo mismo, reprendiéndome por mi ignorancia.

—¿Quieres contarme qué pasó?

Más que una pregunta sonó como una petición. Lo era. Necesitaba hallar respuestas al torbellino de cuestiones que amenazaban con robarme la paz, esa puerta de la que solo ella tenía la llave. Susana liberó un pesado suspiro, quizás en él cargaba el dolor de meses.

—Discutí con Enzo...

Entonces mi paciencia, aquella buena voluntad para solucionar los problemas, se esfumó como si jamás hubiera existido. La tristeza le cedió el paso a la tensión. Tomé sus hombros para que dejara de esquivar mi mirada.

—¿Él te hizo esto?

Las respuestas salieron sobrando cuando Susana apretó los labios para no echarse a llorar. Eso fue suficiente para que la ira, esa que ingenuamente creía dominar, encendiera la chimenea en mi pecho. Abandoné la tranquilidad de su compañía, para ir a buscarlo, quizás porque no quería me contagiara de su paz, necesitaba explotar, llegar al punto más alto para hallar el fondo.

Lo encontraría, sabía dónde vivía y si no estaba ahí levantaría cada piedra en Xalapa hasta dar con él. Tenía toda la noche, quizás toda la vida. Eso no se quedaría así. Se había equivocado si pensaba que no traería consecuencias.

—Lucas, escúchame —gritó Susana detrás de mí.

Lo haría, claro que sí, pero ya habría tiempo para los detalles, cuando la sangre no hirviera como la hubieran puesto a calentar sobre una llama, cuando el corazón no me gritara que no existía una razón para permitirle lo que hizo. Mi único deseo era romperle la cara a ese imbécil.

—Vamos, Lucas, por favor, escúchame —me suplicó tomándome del brazo para detenerme cuando me alcanzó en la sala—. Las cosas no son como tú piensas.

El chico que no olvidéDonde viven las historias. Descúbrelo ahora