Capítulo 28. Brice.

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          —Ya no llores más mi amor, por favor—suplicaba la señora Janseen al escuchar sus gemidos.

          —Mamá—trago saliva—confié en el; pensé que me amaba y me traicionó. ¿Cómo puedo hacer para sacarme este dolor del pecho?

Los lloriqueos siguieron. La voz dentro de sí no paraba de preguntar qué habría hecho mal para merecer las punzadas de dolor que tenía dentro. Trato de calmar su ajetreada respiración pero todo resulto peor, de pronto el aire se le escapo de los pulmones y la vista se le estaba nublando. 

          —Gen—tomó sus mejillas—el amor no es como le pintan; duele y muchísimo. Te hace rabiar y apasionarte de tal forma que algún día deseas estar muerto. No puedes arrancártelo del corazón mi niña.

          —¿Por qué él?—suspiró bruscamente—todo iba tan bien, hasta que llego Riley.

          —No te tortures más corazón—limpió sus lágrimas—Charlie iba a irse con o sin ella.

          —No quiero perderlo, por favor, que regrese—suplicó.

La crisis más exasperante que tendría; las manos sudorosas, las extremidades temblando, los gritos de la pobre señora Janseen entrandole al oído, resonando muy bajo. La vista borrosa y su oxígeno interior en total ausencia.

           —¡Ayúdenme por favor!—gritó desesperada la señora Janseen.

Una cinta le retenía el habla. Sus manos estaban atadas con un lazo grueso, aprisionándola. No le era posible ningún tipo de movimiento. Pestañeo unas cuantas veces y ya se encontraba frente a Rubén otra vez.

Unas cuantas horas más despertó con un dolor inmenso de cabeza. Por su mano pasaba una jeringa inyectándole el líquido calmante y alrededor de su cabeza adornaba una manguera que le proporcionaba aire limpio para respirar. Su madre, rendida por todos los esfuerzo que habría hecho para intentar tranquilizarla ahora reposaba dormida sobre el sofá de la habitación. Y verla sufriendo le estrujaba el corazón más de lo habitual.

Con ágiles manos se quitó los lazos de encima. Removió sus piernas de la cama hasta el piso sintiendo lo helado entrarle por los poros y apoyo los dedos de los pies sobre la acera. Un escalofrío le recorrió el cuerpo entero pero eso no le importaba. Sin hacer ruido salió de la habitación para pasar a ver a los gemelos en la sala neonatal, sus extremos estaban tan flacos que sentía el frío dentro de los huesos; se abrazó a si misma y encontrarse con sus secos brazos le deprimió más. 

El reflejo del espejo le dio otra vista; ahora tenía unos puntiagudos pómulos adornándole la mitad del rostro, sus ojeras se extendían más formándole bolsas debajo de los ojos, sus labios estaban tan resecos que se abrían dejando ver pequeñas heridas. Se acarició el rostro sintiendo la piel reseca sobre las yemas de los dedos y lo único que pudo hacer fue llorar de nuevo.

Llorar era su hobbie más habitual. Llorar por lo débil y cobarde que era. Llorar por haber perdido al amor más grande de su vida. Llorar por el desastre emocional que tenía en la mente que siempre le dejaba en claro la basura que era, o que al menos, su cabeza pensaba. 

Estúpida. Ignorante. Eres una inútil. ¿Cuándo lo vas a entender?

         —¡Ya para por favor!—gritó.

Una explosión de dolor en su cabeza que era interminable.

          —¡Déjame!—voceó.

Maldijo mil veces a la voz que habló en su cabeza; tantos delirios emocionales y sufrimientos mentales la estaban convenciendo de que la locura estaba floreciendo en su organismo. Se agachó debajo de aquel ventanal perdiéndose en la demencia.

Entre pestañeos vio como la luz de las lámparas del hospital pegaba contra sus ojos cegándola; pero estaban más raras de lo habitual pues cambiaban una con otra. Sus pupilas desgastadas lograron moverse para notar el rostro de un joven, que por supuesto, caminaba consigo en brazos. Cerró los ojos una vez más hasta esperar llegar a su destino.

Lo hinchado de sus párpados le provocaban estrujar los ojos, pero su vista era lo suficientemente clara para notar las facciones del joven médico frente suya al abrir los ojos; cabellos castaños, ojos color miel que hacían par a su dorada melena, pestañas inmensas que recubrían sus luceros. Y la miraba fijamente como hacía Charlie, sosteniendo una lamparita para examinar sus sentidos.

          —¿Génesis?—interrogó con voz grave.

Se había quedado muda de repente o tal vez, sólo era que su tronco se encontraba tan cansado como para articular los labios.

Notaba la bata caerle sobre el cuerpo, un estetoscopio simulando un collar adornándole el cuello. Todos sus aires aspiraban a que formaba parte del equipo médico del hospital.

          —No más sedantes—ordeno a la enfermera.

          —No por favor—protestó levantando la muñeca y atrapando el brazo del médico.

Sus ojos giraron a la chica de inmediato. Ella cerró los ojos y continuó hablando.

          —Es la única forma en la que olvido el dolor.

A pesar del conflicto evidente con el que estaba luchando y la compasión con la que sus palabras eran arrojadas al viento, el médico no desistió.

          —He dicho que no más—respondió repentinamente.

          —Se lo imploro—rogó apretando los nudillos.

          —Señora Janseen—atacó—¿Me permite un momento?

Ambas mujeres asintieron con la cabeza y abandonaron el lugar. La chica finalmente se rindió y renunció al agarre entre los extremos del médico.

          —Eres muy joven para sufrir—recalcó al cerrar la puerta del cuarto y aproximándose a ella.

Génesis ignoró los absurdos comentarios, ya sabía el rutinario sermón; su juventud era muy poca para hablar de amor, su juventud no era la óptima para ser madre de dos pequeños gemelos, su juventud no bastaba para contraer enfermedades demenciales como transtornos depresivos. No necesitaba escuchar más.

          —¿Me dará un calmante?—acompañó cortando la situación.

          —No.

          —Bien.

La situación se volvió incómoda; el joven se acercó aún más a su posición y la observo con ojos fijos.

          —Mi nombre es Brice y estoy a cargo de tu caso desde este instante.

Mi buen amor. Donde viven las historias. Descúbrelo ahora