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—¿Quisieras hacer algo para animarte? ¿Ir a algún lugar? —Preguntaba Murdoc, observando cómo Stuart sostenía su taza de café mientras le agregaba un chorrito de crema. El peliazul negó con la cabeza y la sonrisa apagada, y simplemente dio un sorbo a su bebida.

Habían sido afortunados de llegar a casa a tiempo. La lluvia ya caía por las calles, y lo volvía todo melancólico y gris. Ambos podían escuchar entre su silencio mutuo cómo las gotas se estrellaban contra la ventana, golpeando el cristal constantemente.

Stuart no había podido recuperar el ánimo después de su visita al doctor, y se le notaba en su frío comportamiento. Aún si ya había dejado de llorar, seguía sintiéndose miserable e inútil.
Murdoc estaba serio. Quería ayudar a Stuart, mejorar su humor; pero no había nada que lo alegrara ahora.
Había tratado de poner algo de música, de improvisar algún juego para él, e incluso volver a sus cotidianas sorpresas. Pero Stuart se negaba, y prefería dejarlo todo como estaba... Roto.
Sólo eran él, su café cremoso, y su guía.
Todo roto.

Cuando la lluvia calmó su intensidad, Murdoc suspiró.
¿Cuándo calmaría la lluvia al interior de Stuart?

—¿Ni siquiera quieres que encienda la radio?

Stuart no dudó en negar en silencio de nuevo, y dar otro sorbo a su café. Después, alzó los hombros, y susurró—: Si te aburro, puedes irte. De todos modos, no me daría cuenta.

De repente, Stuart pudo escuchar cómo Murdoc se levantaba de su silla. Y no le hubiera dado importancia, pero lo que le sorprendió, fue que Murdoc recorrió su silla también.

—Suficiente. No me dejas más opción —Soltó Murdoc, y sin avisar, le quitó a Stuart la taza de café de sus manos. Una vez que la dejó sobre la mesa, anunció—: Voy a cargarte, Stuart.

—¡Hey, espera! ¿Qué haces...? —Exclamó Stuart, confundido. Inesperadamente y en un instante, ya estaba en brazos de Murdoc, con los brazos abrazándose a su cuello para no caer—. Ya te dije que no quiero ir a ningún lugar... Déjame, Murdoc.

—No voy a dejarte. Y mucho menos así —declaró Murdoc, con firmeza. Y una vez que Stuart estaba asegurado en sus brazos, añadió—: Prometiste que ya no habría más autodesprecio. ¿No lo recuerdas?

—Sé lo que dije, pero...

—Pero nada —interrumpió Murdoc, antes de abrir la puerta de la habitación de Stuart—. Sabes que es mi deber cuidarte, y que lo vuelves todo más difícil para mí si te autodesprecias de esa manera. ¡Tienes que ayudarme a ayudarte, Stuart!

El peliazul quedó callado, pero tenía un huracán de palabras atoradas en su garganta. Y es que, ¿cómo ayudar a Murdoc a ayudarle, si él no sabe lo que se siente estar cegado? Stuart no sólo sentía autodesprecio, también sentía envidia: Envidia de que Murdoc podía ver.
Sólo por eso, en cuanto sintió que Murdoc lo depositaba sobre el banquillo de su piano, se sintió tan impotente como un infante y gritó—: ¡Tú no me entiendes! ¡No sabes por lo que estoy pasando!

—¡Claro que lo sé! —Exclamó Murdoc, tratando de no enfadarse—. ¿Crees que no he pasado cada día poniéndome en tus zapatos? ¿Que no he cerrado los ojos y apagado las luces para empatizar contigo? ¡¿Crees que no me importas, y que todo lo que he hecho por ti no vale nada para mí?!

Stuart pudo detectar algo de violencia en la voz de Murdoc, y no pudo evitar asustarse un poco. Por eso, el azabache prefirió bajar su tono, y sentarse junto a Stuart en el piano.
Con cuidado, pero serio, le tomó una de sus manos, y murmuró—: Si crees que no me importas, y que no sé lo mucho que anhelas volver a ver, toca las teclas de tu piano y te darás cuenta...

Stuart pareció confundido, pero intrigado por aquella orden. Con algo de tímidez, llevó sus dedos hasta las teclas de su piano, y apoyó la punta para hacerlas sonar.
Sin embargo, apenas tocó las teclas, no pudo evitar ahogar un grito de sorpresa. Pues cuando apoyó su dedo en una de ellas, pudo sentir un relieve en forma de letra, tallado a mano.
Murdoc había tallado las teclas de su piano con cifrado americano para que pudiera reconocer las notas.

Sintiéndose mal por haber odiado a Murdoc momentos atrás, Stuart soltó una lágrima. Acarició con cuidado las demás teclas, cada relieve hecho en ellas. Sonrió mientras lloraba al mismo tiempo, y se giró hacia Murdoc para agradecerle.

—Murdoc, yo... —Trató de decir, pero fue interrumpido por un abrazo inesperado de parte del azabache.
Murdoc lo apretó como quien aprieta a su peluche favorito, y apoyó una de sus manos en el piano, toda cubierta de venditas adhesivas.

—Quería que fuera una sorpresa para la próxima semana... Pero no me dejaste opción —dijo, y Stuart lloró con más alegría aún—. Si te dijera que entro a tu habitación todas las noches mientras duermes, y tallo como puedo esas teclas para ti... Dirías que estoy loco. Pero en realidad, no soy un demente. Sólo soy un guía que busca lo mejor para ti...

—Murdoc... —Musitó Stuart, antes de soltarse del agarre del azabache, y dirigirle una sonrisa llena de lágrimas frescas. Sin dudar más, abrió sus ojos, y exclamó—: ¡Esta es la mejor sorpresa que pudiste haberme dado! ¡Y estoy tan arrepentido por haberte reclamado! ¡Por favor, perdóname! No sabía que en realidad te preocupabas por mí...

—No puedo perdonarte, Stuart. ¡Lo que me dijiste fue horrible! —Dijo Murdoc, fingiendo estar ofendido, y con una gran sonrisa en el rostro—. Pero si tocaras una canción para mí en el piano... Quizá estemos en paz.

Stuart reía ante la petición de Murdoc, y decidió aceptarla. Enseguida, llevó sus manos al piano, y tocó las teclas para reconocerlas. Chilló de alegría al poder sentir el nombre de cada nota, y se emocionó por la buena acción de Murdoc.
Y sólo por eso, olvidó la petición de Murdoc, y en su lugar, volvió a abrazarlo repentinamente.

—¡Cárgame, Murdoc! —Pidió Stuart, sin poder contener su alegría. Sin embargo, el azabache no estaba listo para aquello, y en un intento de sujetar a Stuart, ambos cayeron de espaldas al piso.
Entre risas juguetonas, y sobadas para aliviar el dolor de la caída, Murdoc y Stuart ahora se abrazaban en el piso.

Murdoc retiró algunos cabellos de los párpados de Stuart, y el peliazul reflejó sus dedos en sus grandes ojos negros.
Con un suspiro, el azabache pudo darse cuenta de cómo los hipemas de Stuart lo reflejaban a la perfección. Miró su propio rostro, miró sus ojos bicolor... Miró su sonrojo.
Y fue tras esa visión, que Murdoc prefirió levantarse del suelo.

—Eh, en fin... Debo ir a preparar la cena —musitó, ayudando a Stuart a ponerse de pie. El peliazul asintió, sin darle mucha importancia a esa interrupción. Murdoc le ayudó a sentarse de nuevo en el piano, y después de agitar su cabello, le dijo—: Disfruta de tu sorpresa, Stuart.

—¡Sí, muchas gracias, Murdoc! —Exclamó el peliazul, y sin perder más tiempo, volvió a tocar su piano con alegría pura.

Murdoc salió de la habitación, y soltó un largo suspiro.
Borró de su cabeza la imagen que había tenido de Stuart en el piso, y prefirió concentrarse en otra cosa.

Al menos, la felicidad de Stuart había vuelto.

Pero aún quedaba mucho por pagar.

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2Doc AU : BlindedDonde viven las historias. Descúbrelo ahora