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La casa estaba rodeada por un pequeño jardín y un cerezo crecía junto a la verja. Fingolfin se detuvo un momento para apreciar la quietud del lugar antes de descabalgar del caballo de posta que alquilara en Alqualondë y luego darle dos palmadas en el cuello al animal, lo dejó suelto para tomar el camino de gravilla.


La puerta estaba abierta y ningún sonido provenía del interior de la morada, por lo que el elfo la rodeó y siguió hasta el huerto trasero. Tardó apenas un segundo en divisar el enorme sombrero de paja con que la hembra se protegía del sol para trabajar y entonces se dirigió a la baja cerca del huerto. Apoyado en la baranda, observó con una media sonrisa cómo la hembra se afanaba en arrancar los yerbajos mientras refunfuñaba en contra de la fertilidad de la tierra para las hierbas inútiles cuando sus sandías tardaban tanto en dar fruto.


- Deberías de cantarles -, propuso Fingolfin en voz alta -. Mi administradora en Barad Eithel aseguraba que las plantas son mucho más felices con música... Gilrin... una chica muy eficiente. Me pregunto qué será de ella...

- Abuelo! – chilló en ese momento la elfa como si tuviera quince años e incorporándose de un salto, pasó sobre sus preciadas sandías para colgarse del cuello de Fingolfin mientras le llenaba de besos y tierra.

- ¡Woh! Debo venir con más frecuencia: no sabía que me querías tanto.

- No seas tonto: claro que lo sabes -, le reconvino Idril, echándose atrás sin soltarle el cuello.


La joven frunció el ceño y pasó un dedo rojo de tierra por la mandíbula de su abuelo.


- Te está saliendo barba -, comentó, intrigada.

- Voy a parecerme a Círdan. ¿Me invitas a un refresco o me tengo que quedar al sol? Si es así, acabo de cambiar de opinión acerca de venir a visitarte a menudo.

- Tengo algo mejor que refresco, viejo protestón.



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Sentados a la mesa de la cocina, Fingolfin degustaba las galletas con mermelada que su nieta le preparara.


- Me quedó bueno, ¿eh? – lo conminó a hablar.

- Aprendiste a cocinar -, señaló Fingolfin, asintiendo ante el buen sabor de las confituras.

- Eh... Lómion estuvo todo el tiempo indicándome qué hacer... y quemé dos tandas de galletas antes de que esas salieran; pero... sí, en esencia, aprendí a cocinar. – Hizo un mohín -. A hornear galletas. Y a hacer mermelada de mango.

- Eres toda una ama de casa -, alzó una ceja él, divertido.

- Lo soy, ¿verdad?


Fingolfin contempló emocionado cómo el rostro de su nieta se iluminaba al pronunciar esas palabras. Era sorprendente cómo alguien podía cambiar tanto: Idril había sido la princesa de Gondolin, la niña dorada de la corte noldorin, la heroína que salvó a muchos cuando la ciudad cayó, la madre de la Estrella de la Esperanza Eärendil Ardamir... y ahora era dichosa solo con ser capaz de hornear galletas junto a su esposo.

Las dos orillas del lago (Námo tiene planes... y Vairë, tapices 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora