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El sirviente condujo a Fëanor hasta una sala fuera de las vías más transitadas del palacio y con una ligera reverencia, se retiró.


El otrora Príncipe Heredero de los Noldor contempló la puerta cerrada con el ceño fruncido y giró sobre los talones para estudiar la estancia. A pesar de la escasez de mobiliario, reconoció enseguida la sala de estar de Indis, contigua a la antigua guardería. En aquella salita ahora apenas iluminada por dos lámparas de pie y cuyas ventanas eran cubiertas por cortinas de un pesado tono gris, la familia real había pasado horas de sosiego mientras la elfa más hermosa de Valinor dibujaba bocetos de todos ellos iluminada por Laurelin.


Fëanor dio una vuelta alrededor hasta detenerse ante la puerta blanca enchapada en madreperla. Cuántas veces Nolofinwë y luego Lalwen no irrumpieron a través de esa puerta, chillando y riendo, desviando la atención de los adultos, desbaratando la paz del té. Su mano fue instintivamente al picaporte – solo para encontrar que se hallaba cerrado con llave. Era de esperarse: la guardería no tenía ninguna utilidad desde que no había niños en el palacio. Finrod y Amarië – la pareja más joven y con posibilidades de tener hijos – habían declinado vivir en el palacio real en los primeros años de matrimonio.


Con un suspiro decepcionado, se alejó de la puerta y se dirigió a una de las ventanas. Se había preguntado varias veces la razón de que Finarfin lo mandara a llamar al palacio. Solo una vez desde su reencarnación había estado en el edificio que una vez fuera su hogar: el Alto Rey le había hecho venir para dejarle claro que no toleraría ninguno de sus comportamientos pasados. Finarfin no había tenido oportunidad de usar sus dotes oratorias: apenas empezó su discurso, Fingolfin irrumpió en el salón sin ser anunciado y se autonombró guardián de Fëanor, ofreciendo su reputación como garantía de que ninguna de las desgracias pasadas sería repetida en la actualidad – incluyendo el abandono de un hermano. Fëanor recordaba la palidez que cubriera las mejillas del rey de Tirion y que por un segundo se había preguntado si Fingolfin no estaría usando osanwë para comunicarse con su hermano en un tono menos civilizado.


"Eres como una gata recién parida", recordaba haber rezongado cuando abandonaron el palacio.

"Y tú eres mi gatito", se burló Fingolfin en respuesta.


Gatito no era un apodo que él hubiese aceptado en el pasado; pero tomando en cuenta que Fingolfin tenía la habilidad necesaria para hacerle ronronear, Fëanor se mostraría satisfecho si decidía sumarlo al ya crucial tyenya.


Tyenya. Fëanor sentía su alma estremecerse de placer y amor al evocar la última noche pasada con su hermano. Como siempre, una vez no era suficiente para que se saciaran. Después de más de una hora en que solo yacieron abrazados – las manos de Fingolfin acariciándole la espalda, su verga reposando en el interior de su hermano cual si no fueran a separarse jamás – el hijo de Indis había sido quien sugiriera que un baño les vendría bien para deshacerse del sudor y otros detalles. Fëanor hubiese protestado que le encantaba estar sudado y otros detalles; pero el cosquilleo en los bordes de su fëa le denunció las verdaderas intenciones de su medio hermano. Le faltó tiempo para ponerse en pie y correr al cuarto de baño.


El agua caliente había despejado su mente y relajado sus músculos para cuando Fingolfin empezó a lavarlo pacientemente, enjabonando con las palmas muy abiertas su torso y sus muslos antes de obligarlo a darle la espalda. Con toda su imaginación, Fëanor nunca habría creído que había algo tan delicioso como que otra persona lo aseara: bastaron segundos para que se inclinara hacia delante, agarrándose con fuerza a la pared de mármol para ofrecer más a los dedos que acariciaban su entrada. Sin embargo, Fingolfin no dejó que se rindiera tan fácilmente y una vez más lo hizo voltearse a pesar de sus gemidos de protesta. Siguió lavándolo cual si fuera un niño hasta que Fëanor rugió impaciente y lo agarró por el rostro para besarlo con avidez, moviéndose en la mano que aún sostenía su sexo. A partir de ahí, los recuerdos eran sensaciones e imágenes cortadas: Fingolfin empujándolo contra la pared, obligándole a alzar una pierna para facilitar la posesión; él impulsándose en la dura longitud que avanzaba más, más hasta embestir el centro de su ser y robarle el aliento. Y fuego. En medio del agua que seguía cayendo sobre ellos, fuego vivo estallando en su alma, reclamando su cordura.

Las dos orillas del lago (Námo tiene planes... y Vairë, tapices 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora