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Indis anudó el sombrero bajo su barbilla y salió al jardín. Aunque el sol comenzaba a descender ya, sus rayos incidían aún con fuerza en esa parte de la propiedad. Se suponía que debía de haber cortado las flores en la mañana; pero ninguno de sus dos huéspedes había accedido a que los dejara durante del desayuno. No era como si ella hubiese podido negarse a sus demandas tampoco: esa mañana, después de meses de yacer en cama con apenas fuerzas para pronunciar cortas frases y beber caldos, Míriel se había sentado durante más de dos horas por primera vez.


Para Indis era doloroso ver a su amiga de adolescencia – aquella golondrina llena de vitalidad y alegría – convertida en una muñeca de seda y porcelana que sonreía débilmente, una sombra de lo que fuera. En los últimos días, finalmente, algo de la antigua luz había regresado a Míriel. Y era gracias a Fingolfin.


Indis empuñó las tijeras y cortó una rosa blanca, perfecta. La olió antes de depositarla en la cesta que llevaba colgada del otro brazo.


Era un alivio ver que Fingolfin salía de su depresión. Indis no necesitaba que nadie le dijera la causa del sufrimiento de su hijo: ella conocía a Fingolfin como conocía las líneas de sus propias manos. Su dolor tenía un nombre: Fëanáro.


Indis en ocasiones se preguntaba si no hubiese sido mejor que en el pasado siguiera su instinto – el instinto que le decía que su hijo sería mucho más feliz si viviera con su hermano mayor en lugar de en el palacio. Fëanor jamás hubiese apartado de sí al elfo que creciera como uno más de sus hijos. O tal vez ya en ese momento, su relación hubiese desembocado en lo que era hoy.


Indis no era ciega. Conocía las señales de un corazón roto y conocía a su hijo. Aunque todos creían que era natural que ella fuera más cercana a Finarfin – quien heredara su dorada belleza y su apacible carácter – o a sus hijas, quienes eran cercanos a la reina viuda sabían que entre sus hijos el que más cerca estaba de su corazón era Fingolfin. Indis y Fingolfin se entendían con una mirada, se conocían hasta ser capaces de predecir el modo del otro según la ropa que eligieran, eran uno.


Para el mundo, Fingolfin era una estatua de marfil y diamante, una joya exquisita que nadie conseguía descifrar; para Indis, era un libro abierto en el cual podía leer los secretos más oscuros de su alma.


De un solo vistazo el día de su llegada, Indis supo todo lo que pasaba a su hijo: supo del descubrimiento de sus sentimientos hacia Fëanor, de su lucha contra esos sentimientos, de su rendición y total entrega, de su sacrificio al tomar la corona y alejar a Fëanor por el bien de todos, de su ansiedad por entregar la corona para volver con él, de su desesperación cuando algo sucedió que le hizo ver que todo había sido un sueño... Indis supo que por primera vez Fingolfin había entregado su corazón hasta el punto de renunciar incluso a su sentido de responsabilidad y de alguna forma, ese amor le había fallado.


De haber sido Finarfin quien viniera a ella en ese momento de su vida, Indis le habría abierto los brazos y lo habría dejado llorar en su regazo. De haber sido Findis, se habría sentado durante horas con ella a filosofar sobre el dolor de un corazón roto. De haber sido Lalwen, la habría acompañado a beber y despotricar contra quien le rompió el corazón. Pero quien vino a ella fue Fingolfin e Indis sabía que lo único que podía hacer era esperar, esperar a que él decidiera abrir su coraza y exponer su herida.

Las dos orillas del lago (Námo tiene planes... y Vairë, tapices 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora