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Fingolfin terminó el pedido a la joven que atendía el establecimiento a dos cuadras de la Biblioteca Pública.


- ¿Nada más, Ma... mi señor? – inquirió la muchacha, sin voltearse hacia el otro ocupante de la mesa.


- Eso será suficiente por ahora... Heledhil -, sonrió él, leyendo el nombre bordado en el hombro izquierdo del chaleco blanco, sobre la blusa verde pasto.


- Si desea algo más, solo llámeme, Majes... Alteza -, balbuceó la muchacha enrojeciendo y se apresuró a alejarse para servir el pedido.


- Espero que la mitad de lo que pediste sea para mí... o me moriré de hambre y envidia.



Fingolfin observó a su medio hermano con ojos entornados.


Arrellanado en la silla frente a él, Fëanor mantenía una expresión casi dolida por la forma en que la joven empleada lo ignorara por completo.


- ¿Qué? – inquirió al percibir la mirada de Fingolfin -. ¡Ni siquiera me miró! ¡Y a ti casi te llamó Majestad en diez ocasiones!


- Fueron solo dos veces y yo estaba haciendo el pedido así que no tenía por qué mirarte cuando te limitas a estar sentado ahí mirándome... - se mordió la lengua al percatarse de lo que estaba a punto de decir.



Fëanor sonrió disimuladamente, disfrutando del sonrojo que ascendió a los pómulos del otro varón.



- Más bien, creo que su actitud tiene que ver con el hecho de que tú seas el héroe nacional y yo, el villano nacional -, señaló, sin perder el tono jovial.


- Déjate de pen...



Fingolfin se interrumpió cuando la camarera regresó con las bebidas. La muchacha dejó un vaso delante de él y el otro lo situó a prudente distancia de su acompañante, cual si le preocupara que Fëanor pudiera tocarla siquiera.



- ¿Lo ves? – dijo Fëanor, enderezándose al tiempo que se inclinaba hacia delante -. Me tiene miedo.


- Es laegrim. A saber los rumores que le habrán contado sobre ti. O si alguien de su familia estuvo en Doriath o en las Desembocaduras del Sirion.


- Gracias por ese recordatorio - gruñó Fëanor y agarró su copa para tomar un largo trago.


- Tú quisiste comer aquí - le recordó Fingolfin.



Fëanor no respondió, jugando con el revolvedor hasta que su bebida pasó del azul y rojo al púrpura oscuro. Como sucedía con demasiada frecuencia, Fingolfin tenía razón: había sido él quien irrumpiera en la estrecha oficina, con el pretexto de entregarle las traducciones e insistiera hasta que Fingolfin accedió a acompañarle a almorzar.

Las dos orillas del lago (Námo tiene planes... y Vairë, tapices 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora