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Hyellemaitë era una hembra con experiencia. Como Mahtan, había nacido en Cuiviénen, cuando los elfos cantaban a las estrellas y realizaban matrimonios temporales. Conocía las antiguas leyes tanto como las nuevas y recordaba que los elfos de su juventud veían el mundo con otros ojos – unos ojos que no habían sido cegados por la Luz de los Árboles, unos ojos que no fueran velados por la muerte de los Árboles.


Hyellemaitë había sido amiga de Míriel cuando esta era una jovencita inquieta en la plenitud de Aman y había fruncido el ceño cuando la Bordadora aceptó casarse con Finwë. ¿Qué dicha podía hallar entre paredes de mármol y escaleras de cristal una criatura que amaba correr y cabalgar y nadar? ¿Una criatura que habría volado de haber nacido con alas? Mucha gente culpó a Fëanor del destino de Míriel: Hyellemaitë sabía que Míriel Þerindë no había nacido para cargar hijos. Indis, en cambio, había nacido para ser reina.


Hyellemaitë, aunque nunca consideró a Fëanor una criatura maldita como muchos afirmaban, hubiese preferido que el primogénito de Finwë fijara los ojos en otra hembra que no fuera Nerdanel. No había que malinterpretarla: Hyellemaitë adoraba a sus nietos; pero sabía que, en Cuiviénen – antes de que las leyes de los Valar guiaran las vidas élficas – Fëanor no habría elegido a Nerdanel como esposa.


Casi doce horas habían pasado desde que Hyellemaitë alzara la vista al abrirse la puerta y viera a su hija con el rostro desencajado, los ojos rojos y los cabellos revueltos por la carrera. Nerdanel no había hablado: solo atravesó la estancia y desapareció escaleras arriba para encerrarse en su habitación. La esposa de Mahtan no necesitaba el sexto sentido élfico y materno para adivinar qué había ocurrido.


Sentada en el borde de su cama, Hyellemaitë apretó entre las manos el cuaderno que preservara durante milenios, algo que se había prometido no mostrar nunca a su hija. Con un suspiro, se puso en pie y abandonó la alcoba.


Nerdanel no respondió al llamado de su madre. Acostada bocabajo en la cama, continuó con el rostro enterrado en la almohada. Se sentía como una idiota; pero por encima de todo, estaba avergonzada de su propia reacción. A estas alturas, ya debería de conocer a Fëanor, ya debería de ser capaz de leerlo como un libro abierto. ¿Cómo se había equivocado de ese modo? A menos...


A menos que no se hubiera equivocado y todo ese tiempo, Fëanor sí hubiese considerado la posibilidad de renovar los votos. Tal vez había conocido a alguien. Tal vez alguno de sus amantes ocasionales... Tal vez había tomado el hecho de haberse equivocado en la talla del anillo como un mal presagio: Nerdanel sabía que en el fondo, Fëanor era supersticioso y tomaba cualquier insignificancia como una señal del destino. Tal vez fuera una excusa...


- ¿Nerdanel?

No se movió para enfrentar a su madre. Sintió que el colchón se hundió levemente a su izquierda y un instante después, unos dedos se hundieron en sus cabellos, mesándolos con ternura.


- Cariño, habla conmigo -, la instó Hyellemaitë -. Cuéntame qué ocurrió. Fëanáro...

- El anillo me quedó grande -, respondió Nerdanel sin alzar la cabeza.


Los dedos de Hyellemaitë se detuvieron en sus cabellos.


- ¿Él te dio un anillo?

- Me los enseñó -. Confesó y se movió para sentarse en el lecho, con las piernas cruzadas debajo del cuerpo -. Los tenía con él y los sacó allí, en medio de la cafetería... y el anillo me quedó grande. Le dije que podía ajustarlo y él... él cambió por completo de expresión. Fue como si me viera por primera vez en todo este tiempo, como si... Dijo que no era para mí, que el anillo era para alguien... alguien más. Él...

Las dos orillas del lago (Námo tiene planes... y Vairë, tapices 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora