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Fingolfin entró por la puerta de la cocina y la cerró. Se había alejado unos pasos cuando regresó y sacudiendo la cabeza, quitó el seguro.


- Por si alguien no ha llegado a casa -, musitó para sí.


Mientras atravesaba la sala comedor que seguía a la cocina, pensó en la posibilidad de convocar a Fëanor como solía hacerlo en el pasado. Por un momento, se abstrajo en las memorias de las tardes dedicadas a entrenar la mente bajo la estricta tutoría de su hermano mayor. Una sonrisa bailó en sus labios al evocar el día en que sorprendió a Fëanor dándole la bienvenida con su mente mucho antes de que el Príncipe Heredero siquiera entrara en el palacio: la alegría de su medio hermano solo había sido similar cuando uno de sus propios hijos conseguía un triunfo público. Muchos años y muchas penas habían pasado desde esos días. Mucha distancia se había creado entre ambos hermanos – hasta el punto de que ni siquiera la osanwë más poderosa pudo salvar el abismo entre ellos. Fingolfin perdió el camino a la mente de su medio hermano: lo perdió a propósito después de que su mente se estrellara contra una pared de diamante cada vez que intentara acercarse. En Mandos, algo de esa cercanía había sido recuperada y después de reencarnados, Fingolfin había ejercitado la llamada en contadas ocasiones. Solo durante el éxtasis de las horas de sexo, el hijo de Indis había dejado caer sus defensas lo suficiente para que su alma se desbordara y rozara la de su hermano; pero todavía el temor a encontrar un muro infranqueable estaba demasiado... presente.

Por otro lado, reflexionó con sangre fría, ¿estaba realmente preparado para enfrentar a Fëanor? ¿Qué le diría? ¿En verdad estaba listo para ver la decepción y el desdén en esos ojos mercuriales una vez más? ¿Realmente estaba listo para renunciar una vez más a la felicidad? Mientras no hablara con Fëanor, mientras no le explicara lo que sucedía, mientras no diera voz a su decisión... esta no parecía real.

Fingolfin recordó las creencias de algunas tribus avarin: 'si no lo nombras, no existe; solo existe aquello que el kwendë nombra'. De esa forma, los avarin creían que mientras no nombraran a las bestias, estas no existían. Si alguien había sido herido, mientras la muerte no fuera mencionada, esta no haría acto de presencia... porque aún no existía. Cuando un bebé nacía, lo primero era darle un nombre: hasta que no lo tuviera, no había comenzado a existir. Era una creencia maravillosa. Si tan solo fuera cierta. Fingolfin sabía bien que no hablar de las cosas no las hacía desaparecer; antes al contrario: mientras menos se les mencionaran, más crecían los problemas.

Sumido en sus pensamientos, Fingolfin casi tropezó con el elfo que emergió de la habitación más cercana. Desconcertado, se sostuvo apoyándose en la pared al tiempo que encontraba los ojos espantados de... ¿Curufin?


- T-tío -, balbuceó el herrero, mirando a todos lados cual si quisiera hundirse en la alfombra.

- Curufin. Qué sorpresa hallarte aquí tan temprano. ¿Necesitas algo?

- N-no! Voy... voy de salida -, informó Curufin -. No te esperábamos hasta dentro de... una semana cuando menos.

- Volví antes.

- Lo-lo veo.


Fingolfin casi alzó una ceja ante el constante tartamudeo del más orgulloso y seguro de sí mismo entre sus sobrinos.


- Entonces, ¿lo resolviste?

- ¿Qué? – casi chilló Curufin ante la pregunta de su tío.

Las dos orillas del lago (Námo tiene planes... y Vairë, tapices 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora