Prólogo: Gafas rotas, cabello despeinado.

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     La campana sonó marcando el final de las clases ese día. Los niños alborotados rápidamente guardaban sus cosas como mejor cayeran en sus mochilas con tal de que la salida de la escuela no tardara un solo segundo más. Era el último día de clases, las vacaciones de verano ya habían llegado al fin y no había nada que pudiese arruinar aquella felicidad. La profesora Sandra lo sabía; conocía muy bien a sus pequeños revoltosos. Ninguno superaba aún los siete años, todos eran enérgicos como se esperaba que niños de aquella edad lo fuesen y todos morían de ganas de salir de vacaciones al fin.
     Cuando todos estuvieron listos, Sandra dio la última despedida de ese año. Los niños, cada uno en su respectivo lugar, esperaban pacientes al término del cariñoso discurso de su profesora, parado cada quien de la mejor manera posible y más ordenada que pudiesen con tal de que al momento de que los dejase al fin marchar estos pudieran ser los primeros en cruzar la puerta.
     Cuando las palabras de la señorita Sandra al fin acabaron, esta se dirigió a la puerta de la sala de clases, la abrió de par en par y dejó que los pequeños por fin pudieran dar rienda suelta a la emoción que les provocaba el saber que ese día era ultimo de su año escolar.
Cuando ya todos se marcharon soltó el último suspiro de alivio que solía hacer cada tarde al terminar las clases, pero no pasó mucho tiempo cuando el sonido de un lápiz caer al suelo llamó su atención. Al fondo del salón una pequeña de cabello enmarañado intentaba con cierta dificultad recoger algo del suelo.
     —Danielle —se dirigió Sandra a la pequeña, —ya todos se marcharon ¿Por qué sigues aquí?
     La pequeña se mantenía en silencio mientras miraba por el suelo en busca de algo, ignorando la presencia de su profesora. Sandra caminó entre los pupitres, tocó el hombro de Danielle mientras apoyaba una de sus rodillas en el suelo para quedar a la altura de la niña. Los ojos de Danili (como ella la llamaba) viajaban por el suelo del salón, Sandra posó su mano en la mejilla de la niña y suavemente la hizo mirarla.
     — ¿Quién fue esta vez? —Preguntó a la niña, la cual solo hizo un gesto con sus hombros mientras la miraba fijamente. —Te ayudaré a buscarlos.
     Luego de un rato de buscar debajo de los asientos, dentro de los estantes y lugares pequeños donde se le ocurriera, Sandra se dirigió al tacho de basura del salón, escarbo entre los restos de fruta y envoltorios de caramelos hasta que al fin, al fondo y envuelto en papel de cuaderno sacó la mitad de unos pequeños anteojos hechos a la medida. Miró preocupada a la pequeña Danielle que seguía paseando su borrosa vista por donde pudiese distinguir.
     —Encontré una —dijo Sandra.
     Danielle se volteó y rápidamente fue hacia ella, tropezó con una meza y casi cayó, pero logró mantener el equilibrio y seguir hasta que estuvo frente a su profesora, quien se agachaba nuevamente a la altura de la pequeña. Danielle metió su mano al bolsillo tipo canguro de la sudadera que llevaba puesta debajo del uniforme escolar y sacó la otra mitad de las gafas que faltaban. Sandra tomó ambas piezas, las unió con cinta lo mejor que pudo y las colocó en su lugar, frente a los ojos de Danielle. Le peino el revuelto cabello con sus manos y antes que pudiera decir una palabra la pequeña le dio las gracias con una amplia sonrisa.
     —Te deben estar esperando en la entrada —dijo Sandra, devolviéndole el gesto.
     —No lo creo, nunca vienen. Mamá debe estar en casa, sus medicinas hacen que se vuelva rara y no puede salir de la habitación.
     — ¿Medicinas, acaso está enferma?
     —Según Larry si, cuando discuten suele decirle que es una enferma, así que debe de estarlo.
     — ¿Quién es Larry? —preguntó con extrañeza. En los registros de cada alumno indicaba que Danielle solo vivía con su madre.
     —Su novio, llegó hace unas semanas, le lleva a mamá sus medicamentos.
     — ¿Y a que se dedica?
     —Trabaja en la carnicería cerca de mi casa.
     Danielle fue hacia su pupitre, tomo un gorro de lana con un gran pompón que era obviamente demasiado grande para ella, se colocó la mochila y se despidió.
Sandra la miró preocupada mientras la niña caminaba hacia la entrada de la escuela. Recordaba cómo había sido ese año para la pequeña Danielle, tan callada y dócil de una manera tal que a veces sus compañeros no escatimaban en aprovecharse de ella. Sin embargo, aunque ella no sonriera, sus ojos reflejaban una alegría que sus gestos no hacían por miedo a alguna represalia por parte de los demás alumnos. Sandra quería a todos los niños por igual, pero a veces no podía negar que cuando las personas tienen la oportunidad y el poder de hacerlo, pueden ser bastante crueles, incluso cuando solo son niños.

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