CAPÍTULO TREINTA Y CINCO

967 105 229
                                    



Introduje la llave en la cerradura como cual ladrona. Y en sumo silencio intenté pasar por el espacio que dejé al entreabrir la puerta. Pesaba una tonelada y aun habiendo echado aceite en sus enormes bisagras, chirriaba. Me agaché en el umbral y me descalcé. Atravesé el salón con las botas en la mano. Paré unos segundos para que mis ojos conquistaran la oscuridad. Respiré hondo y miré a mi alrededor, todo estaba como siempre. Mi cuarto permanecía cerrado como lo había dejado. Caminé despacio, tanteando, hasta llegar a la puerta de nuestra habitación, y dejé las botas en el suelo. 

Había viajado dos meses seguidos para promocionar mi última novela; "Juan". No supe nunca cual fue el desencadenante de mi popularidad, pero su lanzamiento consiguió que mis otros libros se leyeran. Cuando firmé el contrato con la editorial, me comprometí a promocionarme junto a ellos, a parte de escribir más. Acabé el manuscrito de "Juan" a tiempo y una vez que teníamos los ejemplares en las manos empezamos la promoción por varios países. Al principio todo eran ilusiones, nervios y experiencias reconfortantes, pero el tiempo mermó aquello devolviéndome la añoranza de una vida tranquila junto a Juan.  

Cuando me encontraba agobiada o fatigada, Juan me animaba a seguir adelante a sabiendas que él se sentía más solo que yo. Se lo agradecía de corazón. Dicen que cuando encuentras tu alma gemela, por mucha gente que tengas alrededor, te encuentras solo si no estas con ella. Esa era mi condición. Él era mi aliento diario. En los últimos dos meses no nos hemos visto, ni en persona ni en videollamada, cada vez que conectábamos la cámara acabábamos llorando. 

Uno de los eventos que teníamos en México se anuló y pude adelantar el viaje de regreso. Aprovechando que mis editores tenían que promocionar a otra escritora en Madrid, decidí hacer una escapada. Hacía unos días que había hablado con la señora María y me había comentado que Juan estaba decaído y algo apático. Saberlo me rompió el corazón. 

Amaba que la señora María estuviera en casa cuidando de Juan. Se hacían mucho bien el uno al otro. Por el olor que desprendió la casa nada más entrar, supe que había magdalenas caseras. ¡Cuánto las echaba de menos! Intenté respirar despacio, estaba un poco sofocada y me oía a mí misma.

Miré hacia abajo donde acababa de colocar las botas y puse la mano en la manilla de la puerta. Muy despacio la giré hasta que llegó al tope y empujé. Abrí todo lo despacio que pude y a continuación cerré a mis espaldas de igual manera. Palpé con cuidado los muebles para saber por donde me andaba, ya que Juan dormía completamente a oscuras. Llegué hasta la cama, me quité la ropa sigilosamente y controlando no respirar fuerte y la dejé a un lado. Cuando fui a meterme en ella, me di cuenta que Juan estaba atravesado en la misma, con la cabeza en mi almohada y los pies en la suya. Intenté moverle un poco para que se diera la vuelta pero no se inmutó. Esperé apoyada en el borde de la cama varios minutos y cuando se movió lo suficiente, entré. Me acoplé como pude y cerré los ojos para gozar del maravilloso calor que desprendía. Inhalé el olor que emanaba de su cuerpo y me estremecí. Estaba en casa. 

_Ana. _Abrí los ojos al escuchar su voz melosa. 

_Sí cariño. _susurré. 

_¡Diossssssss! ¡Cómo te he echado de menos! _dijo agarrándome de pronto y estrechándome entre sus brazos. 

_No quería despertarte. _contesté bajando el tono para que él no lo alzara. 

_¡¿Estás de guasa?! ¡Qué bien hueles! _Me apretó con fuerza y me subió a horcajadas sobre su cuerpo. 

_Tú si que hueles bien. _respondí abrazándome a él. 

_¿Qué haces aquí? _Su voz sonó excitada. 

"ALGUIEN ME PRESTÓ SUS ALAS"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora