CAPÍTULO TREINTA

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Perdí una batalla que ni siquiera sabía que lidiaba. Ana volvió a Madrid. Traté de hablar con ella, pero no quiso escucharme. Conseguí hablar con su madre y hermano, pero no me dieron ninguna información. 

La escribí cada mañana, cada tarde y cada noche. Me resigné a estar sin ella, pero no a olvidarla y tampoco a que ella lo hiciera de mí. Era consciente de que me leía, aunque no me contestara. Pude vender el papel de damnificado injustamente pero no lo hice.  Ana sufrió más que yo. Cometí muchos errores en la vida, como todo el mundo, y el que más me pesa... fue haberla engañado.

Después de que se fuera, volví a recaer y estuve ingresado durante una semana, tiempo suficiente para leer todas las novelas que Ana escribió. Nunca dudé de que me estaba enamorando de la persona correcta, pero leer sus palabras y poder sentir lo que escribió, corroboró de qué pasta estaba hecha, puro corazón. Pasaron dos meses en los que no supe nada de ella. Bueno, a través de su hermano supe que se encontraba bien. No tuve más remedio que aprender a seguir adelante sin ella, no me dejó otra opción.  

Mi día a día cambió mucho. Entré en plena guerra burocrática para poner en marcha la granja. Preparé las licencias, contraté el personal y dejé todo listo para comenzar a vivir mi sueño. Pero ya no lo hice de igual manera. Acabé de reformar la casa nueva y dejé el piso libre para que entrara mi hermana. La vivienda de la granja no necesitó grandes obras, aunque me di el capricho de dejarla a mi gusto. Hice los cambios justos que hubiera hecho estando con Ana, o más bien pensando en Ana. 

Pedro y Sara, vivieron su amor incondicional de forma precipitada. Mi hermana decidió tomarse un año sabático y dejó los hoteles en manos de personal de confianza. Empujó a mi amigo a ver la vida de otra manera, igual que hizo Ana conmigo. ¡Cuánto la echaba de menos! Pedro llevaba toda la vida estudiando y trabajando sin descanso. Necesitaba parar, analizar lo que había logrado hasta ahora y vivir la vida loca. Esa, a la que fue arrastrado por mi hermana pero que le hizo feliz. La diferencia de edad no fue un problema para ellos, al revés, les unió mucho más. Sara, le cambió el chip a Pedro y le enseñó a no tomarse la vida tan en serio y Pedro, serenó la adolescencia tardía de Sara. 

Los fines de semana los pasé todos junto a la señora María, fue lo único bueno que saqué de mi error. Me dediqué a mí mismo y a las personas que me importaban. Llegó un momento en el que no quise moverme de casa. Salía a correr de forma habitual por la playa y volvía. Un sábado que no marché a la aldea, salí a correr de nuevo. Me quité las zapatillas y las dejé cerca de las escaleras de piedra, el sitio donde solía hacerlo Ana. ¡Ana, Ana, Ana! Daba igual lo que hiciera, siempre aparecía en mi cabeza. Colgué las llaves en el cordón del pantalón, hice una lazada fuerte y comencé la desintoxicación. Troté suave al principio y observé mis pies, me gustaba ver como levantaban la arena al pasar por ella. Seguí corriendo hasta marcar un mejor tiempo. A todo esto, fui recordando momentos vividos con Ana en la playa; las carreras que habíamos compartido, el día que la eché arena en los ojos, los paseos nocturnos... Algunos otros recuerdos también pasaron por mi mente; Guimarães, la noche de la convención, el día que se cayó, las cenas en mi casa, las de la pensión... Paré de golpe antes de caer desplomado. Puse las manos en las rodillas y eché el cuerpo un poco hacia delante para intentar recobrar la respiración normal. Me costó hacerlo, tuve esa sensación dolorosa y placentera a la vez.

Miré hacia atrás en busca de las zapatillas, seguían en el mismo sitio. Caminé durante medio minuto buscando un sitio donde acomodarme y me senté frente al mar con los pies en el agua. El mar estaba en calma, como yo en esos momentos. A veces temía vivir una vida infeliz. Cerré los ojos con la esperanza de ver a Ana correr por la playa con sus zapatillas rojas. Los abrí, para dejar de verla y regresar a la vida real. Me levanté con desgana y caminé arrastrando los pies hasta llegar a las zapatillas. De regreso a casa pasé por la panadería a comprar el pan como casi todos los días. Ya no me preguntaban por la pequeña de sonrisa dulce y pelos rizados, pero pasaron dos semanas haciéndolo a diario. 

"ALGUIEN ME PRESTÓ SUS ALAS"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora