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—Por bravo mar navegaré, ahogarme yo no temo

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—Por bravo mar navegaré, ahogarme yo no temo. Y sortearé la tempestad, si eres para mí —cantaba en bajito, mientras acomodaba la ropa para ser lavada.

Activó el ciclo de lavado, les echó detergente en polvo y abrió la llave del agua.

—A esperar —se dijo a sí misma.

El cuarto de lavado, por algún motivo, no estaba del todo dentro de la mansión, la puerta que estaba en la cocina, da al patio trasero del lugar, si giraba a la derecha, se topaba con una pequeña habitación donde se encargaba de la ropa. Al principio le parecía extraño, pero ahora era de sus únicos momentos en que podía estar sola, disfrutar del aire fresco, de las flores y del cielo celeste, sin la preocupación de que alivien esté observándola.

Habían pasado días después de ese pequeño incidente en la biblioteca. Y para su buena suerte, no se había topado al castaño luego de ello. Ni siquiera hacía acto de presencia cuando cocinaba carne (que notaba era de su agrado).
La rubia sabía que la vigilaba, pero por algún motivo ya no se dirigía a ella.

¿Vergüenza quizás? No estaba segura. Aunque poniéndose en su lugar, si ella besara a alguien y éste resultara totalmente incómodo con la situación (a tal punto de echarte lejos de sí), enterraría la cabeza en el piso y no saldría jamás de ahí.
Fuera como fuese, agradecía ese tiempo "libre" de reglas, aunque sea una semana.

Pronto el ciclo acabaría, y sería turno de lavar la ropa de color. Sabiendo ya el secreto que la mansión y los Haddock ocultaban, tenía que hacerse cargo de ese hombre, que se comportaba como niño. Incluyendo asear su persona, y lo que tuviera que ver con él.

Se metió con un canasto de plástico, y subió a la segunda planta. Caminó a la habitación del niño, tocando así en la madera.

—Ahm, ¿Hipo? –volvió a golpear la puerta con sus nudillos–. Hipo, estoy lavando. Si tienes ropa sucia que quieras que te lave por favor dámela.

No obtuvo respuesta, lo que ya le era costumbre porque el ojiverde no era un hombre de muchas palabras.

Suspiró con cansancio, y abrió la puerta de la habitación.

Grave error.

Abrió la puerta, y se topó al joven sin camisa, dándole la espalda.

—¡Yo no vi nada! —gritó, cerrando la puerta de regreso. Hasta el canasto se le había caído por la vergüenza. Se tapó la cara (que estaba roja como un tomate) con sus manos.

¡Qué horror!

Si antes temía estar cerca de él, con este accidente bochornoso aún más. ¡Y eso que no vio nada!

Hιρσ: Eʅ Nιñσ II Donde viven las historias. Descúbrelo ahora