Capítulo 43: Las amistades peligrosas

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La marquesa de Merteuil y el vizconde de Valmont solían ser amantes en el pasado, no obstante, al empezar el libro, estos nada más comparten cartas en las que relatan sus hazañas sexuales

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La marquesa de Merteuil y el vizconde de Valmont solían ser amantes en el pasado, no obstante, al empezar el libro, estos nada más comparten cartas en las que relatan sus hazañas sexuales. La trama se tensa cuando La marquesa le pide al vizconde que seduzca y se aproveche de la joven Cecile, como venganza a uno de sus amantes.

Esa es la trama de Las amistades peligrosas, uno de los libros favoritos de mi madre. Lo tomé de su estantería la última vez que fui, quería averiguar por qué le gustó tanto. Cuando lo terminé, llegué a la conclusión de que, más que por ser fan del erotismo clásico, a mi progenitora le encantaba la forma en la que La marquesa de Merteuil se expresaba sobre las limitaciones de su propio género y rol. El personaje es interesante, porque mientras el vizconde es hombre y puede continuar con sus aventuras sin vergüenzas, La marquesa debe guardarse en dos caras para evitar el suicidio social.

En cuanto el metro se detuvo, cerré el libro, me levanté del asiento y bajé junto con una masa de personas. Coloqué los audífonos en mis oídos, necesitaba ignorar el estrés auditivo del caos que era Nueva York por las mañanas. Subí las escaleras con las manos dentro de los bolsillos de mis pantalones e hice caso omiso a las personas que me empujaban.

Le mentí a mi padre para que me dejara ir solo. Le dije que Max pasaría por mí y que podía irse tranquilo. No quería que me llevaran y que notaran lo serio y ansioso que me encontraba. No me sentía con la fuerza para responder sus preguntas y decirles que mis posibilidades se habían reducido a cero.

«Un higo que al podrirse contagió a unos cientos», pensé mientras continuaba caminando.

Crucé la avenida sin fijarme bien en el semáforo. Solo seguía a las personas como si fuéramos todos parte de un banco de peces. En la esquina me encontré a Max, quien hacía una seña para que notara su presencia. Retiré los audífonos y los dejé colgando en mi cuello.

—¿Por qué huiste ayer? —me interrogó, clavó sus ojos dorados en mí.

—Dolor de estómago —respondí al instante.

—Eres vegetariano, no puedes enfermarte —afirmó como si lo supiese todo sobre nutrición.

—Me dio diarrea porque me tragué una lechuga mal lavada, ¿feliz? —le espeté, sentí el bochorno en mi cara, sin embargo, prefería eso explicarle el desastre—. Por eso salí corriendo.

Max hizo una mueca de asco. Aparentaba ser un artista pedante y ególatra, al menos eso gritaba su físico y forma de vestir, cuando en realidad era un loco que compartía muchas de mis ideas bizarras.

—¿Ya estás mejor?

—No vine acá para nada. —Bostecé—. Tomemos fotos y después llévame de regreso al hotel.

Caminamos por el parque, escuchando el murmullo de los árboles y la algarabía de los niños que corrían. Central Park se había vuelto verde y caluroso, y todo tomó una mayor saturación de colores. Era impresionante ver que el mismo lugar podía transmitir dos cosas diferentes en tan poco tiempo.

El retrato de un joven lúcido | ✅ |Donde viven las historias. Descúbrelo ahora