Capítulo 40: Desearía ver fantasmas

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Mientras él dejaba el ramo de rosas al lado de las lavandas y hablaba con mi abuela, yo me concentré en mi móvil

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Mientras él dejaba el ramo de rosas al lado de las lavandas y hablaba con mi abuela, yo me concentré en mi móvil. Ambos parecían llevarse bien, como si hubiesen estado charlando con intimidad desde tiempo atrás. Antes de que toda mi existencia fuese en picada, la abuela conocía a Harry porque era mi amigo de siempre, sin embargo, su trato no era más que simples saludos a lo lejos.

Hilvané lo sucedido, era él quien se encargaba de subir los anuncios de renta a Internet y también el que la acompañaba. ¿Lo hacía para sacarle limosnas a una solitaria mujer mayor o por culpa?

La abuela no tardó en darse cuenta de que no éramos ya el par de niños ruidosos o el dúo de adolescentes de las conversaciones raras. Tampoco podía culparla a ella, yo nunca le hablé de lo que provocó Harry, por eso, a sus ojos, nosotros continuábamos siendo los mejores amigos.

La abuela nos dejó solos un rato, con la excusa de que tenía que hacer una llamada.

—Hola, Chris —saludó, tímido.

Lo barrí con la mirada y volví a concentrarme en el móvil.

—Te hubiera avisado que estaría aquí, pero como me bloqueaste de todos lados. —Siguió hablando, era claro el nerviosismo en su voz—. Tu abuela no me dijo que estarías tú, bueno sí lo hizo, pero cuando yo ya venía de camino.

«Desaparece de una vez», le grité en mis adentros.

—Y no pude preparar qué decirte, aunque estaba esperando este momento —rio—, solo quiero que ya no haya tensiones entre nosotros. —Extendió su mano para darme un apretón—. Ser amigos otra vez.

Miré a su palma como si estuviese cubierta de mierda y me fui caminando al coche.

Tuve que soportar la presencia de Harry el resto del trayecto, incluso que la abuela lo invitara a pasar a la casa. Hice como que no existía y subí por unas escaleras que ya conocía bien. Fueron las primeras escaleras que aprendí a subir cuando era un bebé y las que atestiguaron el primer desmayo de mi madre cuando la leucemia apenas se manifestaba.

—¿No quieres comer? —preguntó la abuela desde el sillón.

Me detuve, pero no volteé.

—Bajo más tarde —avisé, procuré no mostrar emoción alguna.

Seguí con mi camino, ignorando todo lo demás. Necesitaba una siesta que durara mil años.

El que era mi cuarto tenía las pertenencias de otra persona. Unas sábanas rosadas, fotografías tomadas con una cámara instantánea y un pizarrón de plumones que la inquilina usaba para apuntar pendientes. Uno de los avisos decía: «Llevar las tangas a la lavandería».

Hice un mohín, fruncí el entrecejo y cerré la puerta. Fui hasta el que era el cuarto de mi madre, pensando en el estrago emocional que haría todo eso en mí, pero preferí encerrarme ahí y cubrirme con sus sábanas; como lo hacía cuando era pequeño y pretendía escapar del monstruo de mis pesadillas. Esa vez, huía de una amenaza real y no poseía más que las colchas perfumadas de su recuerdo para protegerme. Nada de un abrazo tierno de su parte o de las quejas de mi padre sobre lo mimado que me volvería al crecer.

El retrato de un joven lúcido | ✅ |Donde viven las historias. Descúbrelo ahora