Tuve que hacer un trato con una de las amigas de Max para conseguir dinero y poder comprarme un boleto nuevo de regreso. De modo que en un mes y medio esa fotógrafa vendría a mi ciudad a usarme como el protagonista de su sesión de fotos. No me agradaba la idea, pero era más importante el boleto. El que ya tenía lo compré con Joshua, y no había suficiente osadía en mí para verlo a la cara y fingir que no sucedió algo. Es más, silencié sus conversaciones conmigo tanto en Facebook como en WhatsApp.
Una declaración amorosa no estaba en mis planes si deseaba mantenerme al nivel de un juego. Ni siquiera Hannah me lo había dicho porque era una declaración fuerte que implicaba aquello que ambos queríamos evitar.
Cuando llegué a casa el primero de enero por la noche, mi padre y Alice me recibieron con un regalo enorme, se trataba de una caja de ciento cincuenta colores de madera. Mi buen modo volvió, aunque en el fondo quería gritar, saltar y alzar las manos al mismo tiempo que les contaba mi historia; repetir una y otra vez lo que me dijo Joshua.
No obstante, lo que hice fue quedarme a cenar café y pan con ellos mientras cubría la verdad sobre cómo me la pasé en Nueva York. Supongo que hice una actuación convincente, no me cuestionaron nada y solo Alice mencionó que sería bueno que los cuatro fuéramos allá a pasar un fin de semana.
Sonreí cuando habló de cuatro personas y no de tres.
Subí a la habitación y me tumbé en la cama tras tirar la maleta al suelo. Miré al techo un rato, al foco de luz incandescente que lastimaba mis ojos y después alcé la cabeza para ver al muro lleno de mis dibujos. Había querido deshacerme de ellos, pero no pude, si los colgué y no los tiré a la basura fue porque formaron parte de las cosas que salieron de mí y me gustaban.
Recordé que tenía el regalo de Joshua guardado en el fondo de mi equipaje, no había querido verlo porque eso me haría pensar en él. Y como soy Christian Miller, no pude soportar la tentación de torturarme a mí mismo.
Salté de la cama y saqué las cosas de la mochila —las dejé en el suelo sin importarme que se ensuciaran—, cuando di con el cuaderno lo admiré un rato. Tenía mis iniciales grabadas en láser sobre la madera. Pasé los dedos por la C y después por la M. Tomé el cuaderno, me senté en el suelo, lo puse en mis piernas y lo abrí en el final.
Tenía la mala costumbre de siempre pasarme por la última página de un libro para que, en caso de que muriera mientras lo leía, al menos supiera cómo terminó.
La última hoja no era de un dibujo mío; era una versión digitalizada de la vez que Joshua y yo nos volvimos caricaturas en su pizarra. Él la había hecho, pese a lo mucho que se la pasaba renegando de enseñarme a ilustrar en digital. En la imagen yo salía jodiéndolo con una sonrisa igual a la del renacuajo endémico, y Joshua con su expresión amargada de siempre.
—Qué tontería —pensé en voz alta.
Me tembló el labio inferior y comenzaron a picarme las manos. Sabía que esa comezón solo se sanaría si le escribía a Joshua, pero me detuve ante la pregunta: «¿Qué carajo le vas a decir?».
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El retrato de un joven lúcido | ✅ |
Novela JuvenilChristian intenta reprimir, sin mucho éxito, sus deseos por el nuevo profesor de arte. Además, lidia con los daños psicológicos que le dejó el abandono de su padre y el acoso escolar en su viejo instituto. 🎨🖌🎨 Cuando Chris descubre el secreto de...