Cuenta la leyenda que cuando estás por cumplir una década con tu novio, es porque el destino los unió para que se eternicen. Para que caminen de la mano lo que reste del trayecto; para que festejen con cada poquito de alegría que acumularon los 365 días de cada año. Para empezar a planear bodas e hijos; para también diseñar visualmente esa casa de dos plantas que tendrá dos perros Golden Retriever, quizás algún gato, y un jardín grande en donde harán picnics mientras los niños corren alrededor. Pero eso es lo que cuenta la leyenda, porque cuando Lali estaba a dos días de cumplir una década de noviazgo con Santiago, se rompieron y él le pidió un tiempo.
−Un tiempo... −está parada frente a su balcón, mirando a la ciudad desde un piso trece en el barrio de Palermo, sosteniendo un pucho en la mano, con el pelo arrodetado así no más y vestida con una remera que le queda grande porque era de él, y en bombacha– un tiempo... −repite para sí misma, susurrando– ¡¿Alguien me explica qué carajo significa un tiempo?! –grita como pidiéndole explicaciones al universo o a algún vecino que ande merodeando por el balcón. De repente empieza a llorar de bronca (porque a la noche ya lloró de dolor), entra para buscar los parlantes bluetooth que él olvidó el fin de semana anterior, y los revolea. Sí, desde el piso trece. Tardaron alrededor de diez segundos en llegar a la superficie donde se escuchó una explosión y el insulto de algún transeúnte que podría haber terminado en terapia intensiva. Se tomó muy bien la separación, che.
¿Qué hacer cuando rompés la relación que tuviste durante una década con tu novio? Nada. O llorar, como hace Lali. Llorar e irse a dormir. Despertar llorando, bañarse llorando y desayunar llorando. Faltar al trabajo durante tres días consecutivos y pedir el permiso llorando. Poner música y llorar... aunque esté sonando Pablito Ruíz. Salir al balcón y llorar; hablar por teléfono con tu mamá llorando. Comer comida vencida llorando, de repente bailar llorando y también eliminar las fotos de Facebook llorando. Nada va a lograr que durante los próximos días Lali no resuelva todas sus obligaciones con el llanto, porque hasta lo más mínimo va a hacerlo recordar a él. A él que la dejó a dos días de cumplir diez años de novios porque se volvió a enojar por la misma discusión que mantuvieron durante todo el año y que le terminó pidiendo un tiempo para en realidad no decirle que no quería verla más. Y cuando se da cuenta de eso, con la bombilla del mate entre los labios y tirada en una silla con las piernas cruzadas por encima de la mesa redonda, ¿qué hace? Sí, llorar.
−¡¿Quién es?! –suena el timbre y grita porque la música está fuerte.
−¡Yo!
−¡No hay nadie!
−¡Abrime, pelotuda! –entonces Lali bufa, deja el mate y va arrastrando los pies descalzos hasta la puerta. Eugenia está del otro lado con un paquete de panadería en mano, mochila en la espalda y una vincha sosteniéndole el pelo corto– ¿Te separaste o te pasó un camión por encima?
−Dejá la torta y andate –le saca el paquete de las manos, pero Eugenia ríe y entra.
−¡Bajá la música, nena! –le grita algún vecino del piso.
−¡Me separé, imbécil! –Lali le responde en el mismo tono parándose en mitad del palier, y después vuelve a entrar al departamento cerrando fuerte la puerta– los odio.
−Yo también te odiaría si estás escuchando Sandra Mihanovich a todo volúmen a las tres de la tarde –Eugenia baja el volúmen del reproductor. Desde ahí la ve desenvolver el paquete en la mesada de la cocina. Pasa un dedo por la azúcar impalpable de la parte superior de la torta de ricota– ¿Estás bien?
−En mi mejor momento...
−¿Dormiste algo anoche?
−Dos horas –lleva la torta y dos tenedores a la mesa. No hay ganas de cortar en porciones iguales. No hay ganas de nada.
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MAMIHLAPINATAPAI
FanfictionUn amor que deja de serlo. Dos amigas de las que sostenerse. Tres mil kilómetros hasta Ushuaia. Y una mirada nueva que cambia el mundo.