La alarma del celular suena por primera vez a las seis y media. Después a las siete menos veinte, otra menos diez y por último a las siete. En ésa última instancia es cuando Peter completa su despertar y se levanta. Queda unos minutos sentado en el borde de la cama para descontracturar el cuello y los brazos. También se masajea la cara, chequea que no haya llegado ningún mensaje de último momento y cuenta hasta diez para volver a pararse y arrancar el día. Cruza al baño que está del otro lado del pasillo y se ducha al mismo tiempo que se lava los dientes y escucha en la radio como descendió la temperatura. Se cambia con la ropa de trabajo que consta de la remera azul marino y los pantalones con franjas grises en la parte inferior. Ata fuerte los cordones de los zapatos y descuelga la campera impermeable. En la cocina espera a que las tostadas se tuesten en la tostadora –todo muy redundante– mientras prepara un café con leche en la cafetera. Se apoya unos segundos contra la mesada, dormita, bosteza y, gracias a no tener separación en el ambiente, corrobora que debe pasarle una escoba al living, un plumero a la chimenea y lavar los almohadones del sillón. Desayuna leyendo las noticias del diario de la ciudad que publican en su teléfono, aunque a veces también se interesa por las de Buenos Aires porque dejó a varios amigos allá después de haber estudiado en la universidad. Revisa por última vez su mochila corroborando que no esté en falta de nada, con el picaporte en la mano hace una panorámica de la casa y después sale. Pero solo camina tres pasos para cruzar a la casa aledaña.
−Buenos días –saluda enérgico y se encuentra con su madre tejiendo, sentada en el sillón– feliz cumpleaños, vieja –se acerca por detrás y le da un beso en la cabeza.
−Gracias, mi amor –ella sonríe maternal y se sostiene de su brazo que le pasa por el cuello.
−¿Qué hacés levantada a ésta hora?
−No podía dormir y estaba aburrida. Le estoy tejiendo unos escarpines a tu hermano.
−Pero ya tiene casi cuarenta años –bromea y ella se ríe un montón. Desde ahí ve que en la mesa ratona hay un termo, un mate de vidrio y porciones de un budín de limón.
−Para el futuro hijo de tu hermano –aclara– ¿Hablaste con él?
−Anoche hicimos una videollamada entre los tres –le cuenta y se cuelga del respaldo del sillón para llegar hasta la mesa ratona y robar una rodaja de budín– no podía dormir porque Celeste roncaba. Y Bautista está harto de la carrera.
−Ese chico está harto de todo –piensa en voz alta sin abandonar su trabajo con la lana verde agua– hoy no vayas en bici al trabajo, eh –le pide cuando lo ve ir en dirección al garaje.
−¿Por qué?
−Hace mucho frío, Pedro. Usá el auto de papá.
−¿Sí? ¿Él no lo necesita? –ella niega con la cabeza y él agarra las llaves que están en un platito sobre una mesita de vidrio– okey. Después no quiero reclamos. Ah, ¿todavía tenés esa lista de los tés con sus propiedades?
−Está pegada en la heladera –y apenas termina de decirlo, él trota por el pasillo que lo conduce a la cocina– llevate la hoja si querés, tengo una copia.
−Muchas gracias –la guarda en el bolsillo del pantalón y regresa– bueno, ya me voy. Los chicos llegan el viernes a la noche –sus hermanos– ¿Fui el primero en saludarte?
−Como siempre –y se vuelven a saludar– cuidate, por favor. No juegues al héroe.
−Es lo único que siempre quise ser, má. Te quiero, nos vemos después –se despide con la misma energía y ahora sí, se va.
Peter aprovecha el auto para pasar a buscar a Andrés que le pidió el favor y lo espera parado y camuflado –vestido igual que él– en la puerta de su casa. De camino al trabajo, conversan de las últimas novedades como que Andrés está cansado de levantarse temprano y que está en esa época del año en que quiere volver a dormir con alguien, al menos para que le caliente los pies por debajo del acolchado. Peter le está contando la fiesta que organizaron para el cumpleaños de su madre, la cual se efectuará el sábado por la noche con la presencia de casi toda la familia, cuando se detiene en un semáforo en rojo y notan que en la esquina de enfrente hay un aconglomerado de gente. Se miran, como quienes conecta pensamientos, y van hasta allí. Piden permiso para cruzar entre el gentío y corroboran que hay un señor de alrededor de sesenta años desmayado en el suelo con un costado de la cabeza cortada y los anteojos rotos que se le desprendieron de la cara. Las personas a su alrededor se alejan unos metros porque reconocen la vestimenta de los paramédicos y prefieren que se hagan cargo los que saben sobre salud. Así que mientras Peter intenta recuperar la conciencia del caído, Andrés se está comunicando con la ambulancia para que tenga un traslado inmediato.
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MAMIHLAPINATAPAI
FanfictionUn amor que deja de serlo. Dos amigas de las que sostenerse. Tres mil kilómetros hasta Ushuaia. Y una mirada nueva que cambia el mundo.