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La mañana del sábado estaba ya muy avanzada, lo suficiente como para que el sol asomara entre los tejados de los edificios vecinos y atravesara con sus resplandecientes rayos de luz las cortinas venecianas de la habitación. La mujer, cuyos cabellos negros estaban revueltos, movió la cabeza aún adormilada y abrió un párpado que dejó al descubierto un ojo de un verde sin igual. Lo cerró de inmediato.

–¡Ay! Jesús. –Levantó una mano para protegerse la cara de la invasión de luz, lo cual despertó a la mujer que dormía a su lado.
–¿P?
–Sí, perdona. Me ha despertado el sol. Es que ayer se me olvidó cerrar las puñeteras cortinas. De todas formas –suspiró–, ya es hora de levantarse.

La esbelta rubia deslizó una mano bajo las mantas y la introdujo entre las piernas de Penelope, cuya piel tersa y sedosa aún estaba húmeda tras el intenso ajetreo sexual de la noche anterior.

–Alice, no –dijo Penelope, apartando la mano con suavidad.
–Eso no es lo que me decías anoche – respondió la rubia, con una sonrisita perversa. Levantó la mano y le acarició un pecho a Penelope–. Creía que nos lo habíamos pasado muy bien, teniendo en cuenta el tiempo que me ha costado meterme en tu cama.

Penelope observó fijamente a Alice, furiosa consigo misma por haber invitado a aquella mujer a entrar en su santuario particular.

–Te he dicho que no –repitió. Se sentó y apartó de la cama sus piernas largas y bronceadas, evitando así las garras de la rubia–. Levántate, Alice. ¿Quieres un café antes de irte?
–Jesús! Muchas gracias, doña Hospitalidad. Por mí no te molestes –le espetó la rubia–. ¿Te importa que me vista antes de marcharme, o tengo que irme desnuda a mi casa?

Penelope se sentó en el borde de la cama y se apoyó en las palmas de las manos, con los brazos completamente rectos y los hombros encorvados.

–Mira, estoy resacosa, tengo un dolor de cabeza horroroso y tengo que salir a correr para que me dé un poco el aire. Y es muy tarde. Tengo un montón de cosas que hacer... –se interrumpió, pues sabía que era inútil seguir dando explicaciones. Alice era una bruja egoísta, pero tenía un cuerpazo y la reputación de ser muy buena en la cama, lo que constituía el único motivo por el cual Penelope se la había llevado a casa la noche anterior. Llegadas a ese punto, prácticamente nada de lo que ella pudiera decir serviría para reparar el maltrecho ego de la rubia–. Te llevo a casa, si quieres.
–No, no te preocupes. Me visto y me voy a coger el metro. Llegaré a casa en quince minutos. Si me llevas tú, tardaré una hora. Además, ya veo que por la mañana estás de mala leche. A mí me gusta despertarme con una sonrisa de satisfacción en la cara, oliendo a sexo del bueno. Claro que, normalmente, consigo convencer a mi compañera de cama para que por la mañana se dé una ducha calentita conmigo.

Penelope echó un vistazo por encima del hombro y se fijó en unas cejas arqueadas en gesto provocativo. Curiosamente, la rubia ya había olvidado la ofensa anterior.

–Lo siento, pero yo me ducharé cuando vuelva de correr.

Una cosa tenía clara y era que no pensaba dejar a Alice sola en su piso durante cuarenta minutos.

–Vamos, te preparo un café y luego te vas a tu casa a reunirte con tu próximo ligue. –Penelope sonrió cuando Alice le dio una palmada en el trasero. Bueno, no se lo ha tomado tan mal.

Se puso en pie y recorrió el pasillo en dirección al cuarto de baño, para coger su bata. Penelope era estatura promedio, de piel morena y poseía los genes más perfectos que se pueda imaginar en la raza humana. Su caminar era pausado, seductor y cuando entraba en una habitación, todo el mundo dejaba de hablar. Tanto hombres como mujeres se desvivían por acercarse a ella. Los hombres no tenían ni la más mínima oportunidad. Cuando era una adolescente las constantes atenciones de los chicos le resultaban muy estimulantes. Ahora, sin embargo, los hombres apenas despertaban en ella emoción alguna, aparte del cariño que sentía hacia su difunto padre o la profunda lealtad y el amor que le inspiraban unos pocos amigos del sexo masculino. No es que le desagradaran los tíos; simplemente, no la atraían. Había reflexionado muchas veces sobre ese descubrimiento y, finalmente, había llegado a la conclusión de que ser lesbiana nunca había sido para ella una cuestión relacionada con el entorno, ni una elección. Era algo innato, igual que el color de sus ojos.

The life in his eyes - PosieDonde viven las historias. Descúbrelo ahora