IV

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Éste capitulo tiene contenido explícito que puede dañar su sensibilidad. Voy a avisar antes de que empiece por si quieren saltar esa parte

Cric. Crac. Pop. Oh, Dios mío. Me parece que hoy no voy a poder hacer ni un plié. Josette Saltzman gruñó en voz baja mientras giraba la cintura antes de empezar su clase matinal con las bailarinas.

–¿Listas? –Dibujó una sonrisa en su rostro y se volvió para mirar al corps de ballet–. Vamos allá. –Josie le hizo una seña al pianista y empezó los ejercicios en la barra, mientras la música de Chopin inundaba el salón lleno de espejos.

Sus numerosas responsabilidades como coreóloga, o encargada de la notación dancística, del Ballet Nacional de Canadá incluían las clases de la mañana, además de las clases de repertorio de producciones. A Josie le gustaba su trabajo, sobre todo desde que había abandonado la idea de llegar a convertirse en bailarina. El trabajo llenaba un vacío que había existido en ella desde que asistió a su primera clase de ballet, a los tres años. Tenía la mente y el alma de una bailarina pero, por desgracia, no el cuerpo. Había heredado los genes de su padre y, para todos los que no formaban parte de aquella grácil profesión Josie era delgada y fuerte, toda una atleta con un cuerpo espléndido. Sin embargo, había suspirado muchas veces por las extremidades largas y ágiles de su madre, quien, en su juventud, había sido primera bailarina del Royal Ballet.

Se había exigido mucho a sí misma durante los años que pasó en la escuela de ballet, tratando de superar las limitaciones que su propio cuerpo le imponía. Y, sin embargo, en todas las representaciones de la escuela la colocaban sin miramiento alguno en papeles de reparto. Jamás estaba en primer plano. Aún oía, como si fuera ayer, la voz de la profesora, que resonaba en la sala: «¡Adelgacen, señoritas! ¡Terminarán todas trabajando en una fábrica, perezosas! ¡No te tambalees, Josette!». Aquellas terribles palabras se le habían quedado grabadas en algún lugar de la mente, junto al dolor que había soportado para alcanzar los altísimos niveles de flexibilidad y expresividad que le exigían. Y si la profesora de ballet le hubiera dicho una vez más que considerara la posibilidad de dedicarse al musical en lugar de a la danza clásica, le habría vomitado en los zapatos.

Josie se despertó una mañana en la cama de un hospital, al borde de la anorexia, y se dio cuenta entonces de que aquella vida no estaba hecha para ella. Se estaba esforzando tanto por llegar a un destino que estaba fuera de su alcance que su alegría natural se estaba marchitando. Así, demasiado vieja y sabia para tener tan sólo dieciséis años, decidió olvidar los trece años anteriores y todo lo que hasta entonces había conocido.
Al darse cuenta de su fracaso, se cortó su larga melena castaña en pleno ataque de rabia y prometió no volver a entrar jamás en un teatro.

Con el tiempo se decantó por la universidad y pasó a formar parte de la comunidad académica. Pero no era tan fácil silenciar a la artista que llevaba dentro, por muchas horas que dedicara al estudio. Así pues, empezó a llevar una vida social muy intensa, cosa que jamás le había ofrecido la escuela de ballet, y se convirtió en el alma de toda fiesta a la que asistía, lo cual, en cierta manera, aliviaba la necesidad de subir a un escenario. Tenía una voz increíble y se unió como vocalista a un par de grupos, pero ninguno de ellos pasó de unos cuantos conciertos locales. Y aun así, se seguía sintiendo atraída por el teatro.

Finalmente, después de darle muchas vueltas, Josie cedió a esa llamada. Dejó la universidad y se fue a Londres, donde asistió al curso del Instituto Benesh y se formó como coreóloga. Fue durante ese año en Londres cuando cedió también a la otra llamada que sentía: las mujeres.

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El Candy Bar era pequeño pero agradable. No había pista de baile. En la parte de arriba había una mesa de billar, pero casi todo el bullicio se concentraba en la planta baja.

The life in his eyes - PosieDonde viven las historias. Descúbrelo ahora