VII

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–Tú debes de ser Josette. Encantada de conocerte. Me alegro mucho de que me hayas llamado –dijo la terapeuta, una mujer fornida de cuarenta y tantos años. Le tendió una mano a Josie y estrechó la suya afablemente–. Pasa y siéntate. ¿Te apetece un café? ¿O agua?
–Mejor agua, gracias. Intento no tomar café por las noches, porque me desvela.
–Ah, me temo que el café es uno de mis vicios. Si no lo tomara, sería incapaz de quitarme de encima las montañas de papeleo. Vuelvo enseguida. Echa un vistazo y ponte cómoda. –Joanna Petrovski sonrió.

Josie paseó despacio por la acogedora habitación, que estaba atestada de cosas. Situada en la segunda planta de un viejo edificio de oficinas, no se parecía en nada a la suite de Sharon, donde se habían cuidado al máximo todos los detalles. Josie supo enseguida que allí se sentiría mucho más cómoda. Se trataba de un sitio donde una podía sentarse en el enorme sofá, con los pies debajo del cuerpo, y limitarse a charlar. Los numerosos títulos y certificados enmarcados que colgaban en las paredes indicaban que la doctora Petrovski estaba más que preparada para enfrentarse a la amplia gama de problemas que arrastraba Josie. Había también un pequeño acuario, lleno de peces de colores, junto a la pared del fondo. El burbujeo del agua resultaba relajante. Vio también una inmensa estantería rebosante de libros de texto, pilas de papeles, manuales de autoayuda y novelas. Josie se fijó en un gran marco de peltre que estaba en el borde de un escritorio un tanto maltratado y le pudo la curiosidad. Era una foto de familia, que le provocó una sonrisa involuntaria.

–Mi compañera, Char. Es el diminutivo de Charlotte, nombre que odia. Acabamos de celebrar nuestro duodécimo aniversario juntas. Esa niña tan mona es mi sobrina Kelly, a la cual adoro.
–Disculpa, no quería ser tan cotilla – dijo Josie, un tanto incómoda.
–No pasa nada. Me gusta que los amigos y las visitas se sientan como en casa. Después de todo, yo les hago un montón de preguntas personales, así que lo mínimo que puedo hacer es contarles algo de mí.

Visitas. Y amigos. No clientes, ni pacientes. Me parece que esto me va a gustar. Bueno, todo lo que le puede gustar a una hacer terapia.

–Gracias, Joanna, te lo agradezco. – Josie aceptó el vaso de agua y se sentó en una esquina del sofá.
–O sea, que eres coreóloga. Me parece interesantísimo. ¿Cómo te metiste en esa profesión? –Joanna se sentó también, a una distancia respetuosa, mientras bebía su café a sorbitos. Se volvió para mirar a Josie y sonrió.

La hora pasó volando. Sin plantear ni una sola pregunta que pudiera incluirse en el terreno psicoanalítico, Joanna descubrió muchas cosas sobre el pasado de Josie y sobre el enfrentamiento con sus padres. Estaba muy contenta de la actitud abierta de Josie y, sonriendo o asintiendo de vez en cuando, la animaba a proseguir con su monólogo. La terapeuta había reflexionado sobre si debía contarle o no a Josie que había recibido una llamada de Sharon Getz y que conocía las circunstancias que motivaban la presencia de la joven en su consulta. Decidió no decirle nada, pues presentía que hablarían de ese tema cuando Josie se sintiera preparada.

–Supongo que debería contarte el motivo por el cual estoy aquí –dijo, en un tono tan triste que Joanna consideró la posibilidad de dar por finalizada la sesión antes de que Josie pudiera proseguir.

Echó un vistazo al reloj y vio que sólo faltaban cinco minutos para terminar la hora.

–Permíteme que te interrumpa un segundo, Josette. Tengo que hacer una comprobación –dijo la terapeuta. Se acercó a su escritorio y consultó su agenda. No le apetecía dejar así las cosas, pues era obvio que la joven necesitaba seguir hablando. Puedo perderme esa conferencia. Sólo es otro debate intelectual sobre si es ético el uso en niños de sustancias que alteran la conducta y yo ya sé cuál es mi postura sobre ese tema. Levantó la vista de la agenda. –Me gustaría continuar, si a ti te parece bien. No tengo nada programado hasta las ocho y media.

The life in his eyes - PosieDonde viven las historias. Descúbrelo ahora