XIII

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–Señorita Park, ¿cómo se encuentra? ¿Qué tal la mano?
–Un poquito peor, agente Brayton, pero no es nada importante, gracias – dijo Penelope. Se había levantado tarde y luego había hecho limpieza en casa antes de dirigirse a la comisaría de policía.
–Llámeme Andy, por favor –dijo el joven poli, estrechándole la mano–. Me alegra oír que no ha sufrido daños más graves. Tommy y sus amigotes ya llevaban unos cuantos meses metiéndose en líos, pero era poca cosa y no teníamos excusa para detenerlos. Ahora podemos acusarlo de asalto a mano armada.
–Por suerte para mí, no sabía usar el arma. Si hubiera pensado que podía sacarme una navaja, habría buscado la forma de largarme antes de que la cosa se desmadrara. La verdad es que pensé que no eran más que unos críos que querían hacer el burro.
–Lo mismo que pensamos nosotros cuando empezamos a vigilarlos. Parecían bastante inofensivos, pero luego los incidentes se volvieron más peligrosos y se producían más a menudo. Pero, gracias a usted, los tendremos una buena temporadita alejados de la playa. ¿Dónde aprendió a luchar así?
–Me pasé varios años en las Fuerzas Aéreas, así que aprendí un montón de tácticas de supervivencia y de combate sin armas. Pero de eso ya hace mucho tiempo y no estaba muy segura de poder recordar los movimientos. Me sorprendió conservar tan bien el instinto.
–Pues me alegro mucho. Hizo una magnífica demostración de autodefensa, muy eficaz. Y también hizo bastante daño: una nariz rota, un esguince en el hombro y el otro chico, pobre, a lo mejor nunca vuelve a caminar derecho.
–Agente..., quiero decir, Andy, la verdad es que ya me siento bastante mal. En ese momento, no pude elegir mucho, y se impuso el instinto de conservación, pero espero no haberles causado lesiones irreversibles. No son más que unos críos.
–Señorita Park...
–Penelope, por favor.
–Muy bien, Penelope. Lo que hiciste anoche fue salvar tu vida. Por si no te acuerdas, Tommy tenía una navaja y la utilizó. No te sientas mal. Piénsalo bien: los has alejado de la playa, así que a lo mejor has salvado alguna otra vida, aparte de la tuya.

Penelope se encogió de hombros.

–Sí, puede que tengas razón.
–Vale. Y ahora, acompáñame. Vamos a buscar una sala donde puedas prestar declaración.

Andy la condujo por un pasillo vacío, a ambos lados del cual había puertas y ventanas. Mientras Penelope seguía al agente, advirtió movimiento en varias de las habitaciones. Ah. Salas de interrogatorio. Se puso a pensar en su último año de instituto, cuando tanto el ejército como la policía montada habían intentado convencerla para que se alistara. A sus dieciséis años, ser de la policía montada le parecía una pasada, pero en aquella época era joven, inquieta e impaciente, y, tras descubrir que tendría que esperar quince meses antes de poder entrar en el Centro de Formación, decidió aceptar las inmejorables condiciones que le ofrecían en las Fuerzas Aéreas. Sus padres no tenían medios para pagarle los gastos de inscripción, pero los reclutadores del ejército le ofrecieron correr con todos los gastos si consideraba la posibilidad de entrar en el programa de formación de oficiales y participaba en las pruebas para la inserción laboral de las mujeres en el ejército. Se comprometieron de palabra a instruirla como piloto y Penelope estaba que no cabía en sí de alegría. Quería ser piloto de reactor: el acicalado reclutador que entrevistó a una Penelope joven e ingenua le aseguró con voz melosa que, si se esforzaba, tenía el puesto prácticamente garantizado.

Fue después de haberse comprometido durante los próximos cinco años de su vida cuando Penelope descubrió que los reclutadores no podían garantizar nada. Las presiones políticas provocaron la suspensión de las pruebas para la inserción laboral de las mujeres antes de que Penelope hubiera conseguido llegar a la formación especializada, así que la reclasificaron sin demasiados miramientos y acabó en logística del transporte. Amenazó, suplicó y pataleó para que le rescindieran el contrato, pero su oficial de enlace la informó con severidad de que los actos continuados de insubordinación podían enviarla a la cárcel si no se andaba con cuidado. Aquello marcó la pauta del resto de su carrera militar. A Penelope nunca le había gustado hacer las cosas a medias, así que, aunque no le ponía muchas ganas, realizó su trabajo a conciencia, la ascendieron dos veces y se convirtió en la mujer capitán más joven de las Fuerzas Armadas. Su carrera iba muy deprisa.

The life in his eyes - PosieDonde viven las historias. Descúbrelo ahora