El olor a la podredumbre y la humedad aumentó, el bullicio desaparecía y en vez de eso un silencio lúgubre cubría el campo de batalla. La niebla se esparcía lentamente a los campos aledaños a Verdún y un estornudo agudo interrumpió la calma del lugar, viéndose entre la niebla la silueta de una persona de poca estatura caminando. Tiritando, la muchacha caminaba en el límite de la última trinchera, donde podía ver los soldados que, lejos de detenerse a hablar, se quedaban en silencio, mirándola con sus ojos rojos, una mirada cansada que se incrementaba por sus caras largas y serias. Ella tragó saliva y detuvo su marcha, sentándose en la tierra al lado de un hombre que mantenía un rosario en ambas manos, murmurando palabras que para la muchacha le parecían familiares, pues ella las imitaba de la misma manera.
El hombre se detuvo y miró a la muchacha, y con una sonrisa apagada él suspiró. —Tan joven y tan necio para estar acá —, dijo mientras se quitaba el casco y se rascaba su cabeza—. ¿Por qué alguien como usted desea gastar así su vida?
—Eso no le compete señor —respondió la muchacha frunciendo sus cejas—, tengo mis razones.
—Bueno, una pena entonces —dijo asintiendo con la cabeza—, pues sea la razón que sea, acá sólo encontrarás una respuesta: nada; aca uno sólo espera sobrevivir, y las amistades se rompen tan rápido como el papel; mi consejo es que se retire de acá, si quieres vivir un poco más.
—Tengo fe —murmuró ella, mirando el rosario entre las manos del hombre —, algo que comprende igual que yo, ¿verdad?, es decir, ¿en cual ave maría vas?.
El hombre sonrió nuevamente, pero esta vez parecía más genuina que la anterior—. En la octava y sí, supongo que sí... al menos es un alivio del alma, ¿no?... ¿tu nombre?
—Anna Marchant —dijo mientras sonreía—, ¿y usted señor?
—Antoine, un gusto —dijo devolviéndole la sonrisa. Él miró el rosario empuñado en sus manos y, tosiendo un poco, él yació su cabeza en las manos —. ¿Me acompañas? —dijo con voz apagada. Ella asintió con la cabeza y juntó sus palmas, poniéndolas en su frente y acercando sus rodillas a su cuerpo. Ambos mantuvieron el silencio, mientras el frío incrementaba en el lugar.
Una figura empezó a caminar entre la niebla, una figura alta que se iba al norte con una metralleta de calibre pesado en su espalda. La ausencia de casco marcaba la presencia de Comstock, que marchaba a un ritmo pausado a en las trincheras con el cigarro en su boca. En el silencio del ambiente, su pie cayó torpemente en un poso de fango y sumergió casi la totalidad de su bota. Gruñó mientras sacaba la bota y la agitaba en el aire mientras agarraba el cigarro con una mano y expelía el humo de su boca; entonces miró la deteriorada estructura de madera al costado izquierdo suyo y apoyándose con un pie su cabeza se alzó sobre la altura de la trinchera, dando un vistazo a la zona de nadie, tapada por la niebla que se hacía más espesa mientras pasaban los minutos.
De repente vio unas figuras que se manifestaba en la distancia dentro de tal zona, unas tres o cuatro siluetas, los cuales caminaban torpemente en medio de los numerosos charcos de lodo. Comstock sonrió mientras escupía el cigarro de su boca, y mirando su metralleta él rascó su bigote, antes de suspirar y decirse a sí mismo: "No, mejor dejárselo a los novatos". Y se bajó de la plataforma, caminando nuevamente al norte.
Las botas se sumergían en el lodoso territorio de la zona de nadie mientras tres figuras armadas caminaban con tropezones, en una marcha constantemente interrumpida por el gemido de los soldados, los obstáculos que yacían en el agua, sean palos o alambres, o la desagradable sorpresa de un súbito cráneo o brazo alzándose en el agua. Los dos músicos tiritaban mientras sus ojos abiertos miraban alrededor con una clara expresión de pánico, detonándose por las arrugas de sus rostros. Rauffenstein, en cambio, miró el campo con los ojos entreabiertos, su rostro inexpresivo y el casco tapándole la visión parcialmente.
—No entiendo por qué nos hicieron esto —dijo apesadumbrado uno de los músicos.
— ¡Para de quejarte! —respondió en un murmullo el otro—, que llamas la atención.
— ¿Cómo pasaremos desapercibidos si estamos en medio de la nada? —replicó en un murmullo con la voz temblando —, los bunkers pueden vernos fácilmente a esta distancia. No demorarán antes que-
—Munición —dijo Rauffenstein, y con su dedo indicó una caja semi-sumergida por el agua. Se adelantó a ellos y con la ayuda de uno de ellos levantó la caja a suelo firme, mientras el otro vigilaba sin poder disimular temor por el constate agitamiento de su cuerpo. Con una palanca ajustada en su chaleco él la ajustó a la caja. El sonido de la madera quebrándose espantó al par, que con un pequeño salto ellos inmediatamente miraron al este, viendo entre la densa niebla nada que no fuese escombros o cadáveres. Rauffenstein miró dentro y suspiró—. Sólo son unos pares de granadas, nada de comida aún.
—El capitán no se alegrará al saber esto, ¿verdad? —dijo uno de ellos mientras se tapaba el rostro—. Hemos caminado acá unos cinco minutos y sólo hemos encontrado un par de granadas y unas cuantas cajas de municiones.
— ¿Cuándo lo has visto feliz? Acéptalo, él nos mandó acá a morir —dijo el otro con un tono lastimero—, y lo chistoso es que no nos han visto; dios, parece que en cualquier momento me van a dar una bala en la cabeza.
— ¡Te dije que pararas de quejarte! —respondió el otro alzando un poco la voz—, si llamamos la atención, se nos acabará la suerte y moriremos.
— ¡Y tú para de interrumpirme, bastardo! —vociferó agarrándole la chaqueta.
Rauffenstein suspiró y mantuvo su marcha, alejándose de la discusión, caminando a solas en medio de la nada, perdiéndose en medio de la niebla. Sus ojos rodeaban el lugar mientras tropezaba constantemente por las pozas de agua formadas por la artillería, y sus oídos no captaban nada más que silencio. Habían pasado unos segundos cuando en un vistazo rápido divisó dos cascos sobreponiéndose sobre la trinchera adversaria, inmediatamente agachándose y sumergiéndose parcialmente en el agua. Escuchó nada más que palabras desconocidas para él en un acento francés, pero que entre ambos tonos se diferenciaban, pues uno era más agudo que el otro.
De repente Rauffenstein abrió sus ojos súbitamente.
Con tropezones, Derek salió del charco, su respiración tornándose más agitada mientras mantenía sus ojos mirando al cielo. Lo mismo pasó con Marchant, que con Antoine interrumpieron su oración, alzando ambos la vista al unísono con los ojos abiertos y dejando caer su boca. Comstock reaccionó igual, pero él, en vez de quedarse parado, sacó del su oreja otro cigarro anteriormente preparado y se lo puso en su boca mientras trotaba en dirección al norte.
En los cielos se oyó un rugido, un silbido agudo que quebró el silencio. Marchant alcanzó a pararse y correr al norte varios pasos, no así para Antoine, que al tratar de mover su pierna se vio con la sorpresa de que estaba atascada en el lodo. Los músicos miraron con terror cómo entre la niebla pequeñas chispas de fuego se divisaban en la montaña al oriente. Rauffestein corrió sin rumbo fijo, la niebla entorpeciendo más su visión.
En un segundo, la tierra se convirtió en fuego y el chillido se transformó en un estruendo. Marchant, impulsada por la onda expansiva, giró en el aire; los escombros de madera rozaron su piel mientras su espalda impactó en uno de los muros, dejándola derribada en el suelo. Rauffestein sentía la tierra temblando, el sonido ensordecedor acercándose como un presagio a su ser, y de repente la tierra, a veinte metros suyo, se levantó y una bola en llamas emergió de la tierra. Su cuerpo voló por los aires un par de metros y rebotó en lo que parecía una plancha de madera, cayendo pesadamente a un agujero. Comstock, enseñando sus dientes mientras trotaba, corría por la trinchera, hasta que el estruendo llegó a varios metros al frente suyo, haciéndole tropezar hacia atrás, y otro más se sintió más cerca, levantando tierra y pedazos de metal al cielo. Él dio un último vistazo antes de que sus ojos se cerraran y su cuerpo sintiera el peso de la tierra cayendo abruptamente hacia él.

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Verdún
Historical FictionLuego de años de llanto y quebrantos, espera y locura, finalmente los hombres de las anegadas y desoladas trincheras de Verdún deciden tomar sus fusiles y machacarse los unos a los otros. En medio de la hecatombe, un pequeño grupo se pierde tras un...