La Espera - Petit.

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»Los hombres recorren las trincheras como ratas acorraladas, cargando sus pesados equipamientos en sus espaldas desfiguradas por el peso de los pertrechos. Caminan dificultosamente, entre el lodo y la humedad, sin rumbo aparente más que el de una orden recibida, expeliendo el aire caliente de sus bocas como una chimenea, como máquinas de vapor, oxidados por la humedad del aire, corroídos, jadeando y batallando con lo último de aire que les queda... y aun así estoy entre todos ellos.

Me siento sola, demasiado sola. He vagado acá por dos semanas y aún no encuentro indicios de dónde podrá estar él. Pero debo tener fe, pues—

El brazo, de manera súbita, paró de moverse al sentir un fuerte golpe en su hombro, que corrió parte de la tinta al resto de la hoja, manchándola mientras ella miró con un rostro de desconcierto al hombre que pasó al lado suyo. Ella abrió la boca para responderle cuando otros dos chocaron su hombro de igual manera, perdiendo el equilibrio y cayendo de costado, su rostro manchado al momento del impacto y gimiendo levemente. Al frente de ella, dos soldados la miraron con una sonrisa en sus rostros quemados y con cicatrices, y mientras ella se arrodillaba para limpiarse el pelo, ellos la miraron detalladamente, viendo sus delgados hombros, su cara adiamantada y de piel suave, con un traje que le quedaba evidentemente largo.

Ella levantó la vista y vio a ambos. Ruborizada y con una expresión de disgusto, ella les dió las espalda bruscamente, cerrando sus ojos a la vez que mordió su labio inferior con fuerza. Uno de los hombres, cuyo ojo izquierdo estaba tapado por unas vendas, abrió su boca seca y sonó una voz ronca y grave: —Hey, petit gâteau, ¿Qué hace una niña tan buenamoza en este infierno?

—Sí, una señorita tan hermosa y joven como tú no debería estar- —el otro hombre interrumpió su discurso y empieza a toser fuerte y roncamente, haciendo notar su mano derecha carente del dedo meñique, cubierto por una venda manchada por sangre ya seca—. Ejem... rondando estos deprimentes parajes. Si tienes problemas, pues puedes preguntarnos a nosotros, ¿Verdad? —.El hombre le golpeó al otro en el hombro mientras con sus ojos le señalaban la parte inferior de ella, zona donde más se denotaba la curvatura de sus caderas. El hombre del parche sonrió al darse cuenta de tal detalle y respondió: — ¡Tienes razón!, no se preocupe princesita, le ayudaremos en lo que sea."

La joven, con sus hombros tensos y tiritando, giró su cabeza a ambos y por unos momentos les miró con su rostro, frunciendo el ceño, apretando los dientes, y su mano derecho se acercó en su cinturón, posándola encima de un estuche que, en apariencia, parecía que guardaba un revolver. El gesto impresionó a ambos hombres, que abrieron sus ojos y levantaron sus manos por unos momentos; ella respiró profundamente, y con la misma pose, les respondió:

—Busco a un amigo mío, nada más... —dijo con una voz suave y calmada. Acto siguiente, ella se levantó y empezó a sacudir la tierra de su traje—. Deberían ayudarse ustedes, esas heridas les matará en unos pocos días si no se las tratan bien.

Ambos hombres enmudecieron mientras se miraban entre ellos con una ceja levantada y una mueca de disgusto. Después del silencio, uno de ellos finalmente abrió su boca—. Oye, pero entonces... ¿Tú no deberías ayudarnos?, es decir, eres enfermera de campo, ¿verdad?

La joven se volteó y los hombres la miraron con los ojos más abiertos de lo común, mirando la curvatura de su cuerpo delgado y pequeño, en una etapa aparentemente de pubertad. Ella notó el gesto y, en silencio, se dió vuelta mientras acomoda su cinturón, suspirando.

—Disculpa pero... no sé curar gente. De hecho... —ambos hombres abrieron sus bocas pero fueron interrumpidos por una carcajada leve que ella emitió de manera coqueta, diciendo después con voz suave y chillona:

— Soy solamente una princesita. 

Apartándose del lugar, ella suspiró, mirando el compartimiento vacío del revolver. Miró al cielo gris que envolvía su entorno y, suspirando, caminó sin rumbo en medio de las trincheras, mientras su presencia se perdía entre los hombres que estaban moviéndose, al igual que ella, desorientados en las grandes trincheras de Verdún.

VerdúnDonde viven las historias. Descúbrelo ahora