Parte IV

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Es curioso pararse a observar el comportamiento de mis congéneres  zombis. Al gozar de total  inmunidad frente a ellos, puedo pasearme libremente por su lado sin que ni siquiera se molesten en girar  la cabeza para saludarme.
A veces me paso horas enteras contemplándolos, y,  después  de estudiarlos detalladamente,  he llegado a la conclusión  de que si no hay sangre humana de por medio, generalmente  son menos peligrosos de lo que podría  serlo una mosca  cojonera.
Os  contaré  algunas de las reacciones que más  me han llamado  la atención. Por ejemplo, cuando  agarras a un zombi por el brazo y tiras de él  poco a poco, te sigue como si fuera  un niño  de tres años  cogido de la mano de su madre. Como mucho, suelta algún  gruñido  de vez en cuando, pero nada preocupante. El pobre inútil  seguramente estará  maldiciendo a su manera, aunque es incapaz de imponerse o de plantar  cara. Eso si, el resultado sería  bien distinto si intentara hacer lo mismo un humano. Digamos  que, accidentalmente, se quedaría  sin cabeza.
Una vez tuve la brillante aunque macabra idea de escoger a un zombi  cualquiera de la calle e intentar  usarlo como mascota. Lo llamé  Felpudo, más  que nada por  el peinado tan extravagante que llevaba.
Con lo delgado  que estaba, visto a contraluz parecía  una estrellita  de baño  de metro ochenta.  El caso  es que lo llevé  de la mano hasta  mi cuartel  general, un piso franco abandonado del que dispongo en la calle Caspe.  Ir ahí  de vez en cuando me proporciona una agradable  sensación  de armonía. No sé  por qué, la verdad, puesto que puedo vivir tranquilamente a la intemperie.  A lo mejor la razón  estriba en que tener un sitio fijo donde aposentar mis zombificadas posaderas cuando  me plazca  es el único  lazo que aún  me une a mi anterior vida.
De todas  formas, ese piso me gusta. Tiene todo lo que un zombi sapiens  pueda necesitar : televisión — aunque no den nada interesante últimamente—,un sofá  destartalado  bastante  cómodo  y una mesa llena de comida podrida que me proporciona unos gusanos de lo más  suculentos mientras me siento a ver una buena película  en DVD.  El edificio es bastante  antiguo, pero lo escogí  porque dispone de unas hermosas placas solares instaladas en la azotea que la Generalitat de Catalunya subvencionó en un generoso programa de reformas  iniciando  años  atrás. No era nada del otro  mundo, pero al menos cumplían  su función  de darle sustento eléctrico  a mi creciente ocio cinéfilo.
¡Hogar, dulce hogar ! Creo que a Felpudo también  le gustó  cuando  entro siguiéndome  por la puerta como un perrito  faldero.  Intenté  ser amable, evidentemente. Lo acomodé  en el sofá, le ofrecí una cucaracha  con la mano silbándole desde la mesa e incluso me puse a zapatear como un bufón  para ver si conseguía  suscitar mínimamente  su interés. Pero nada. Seguía  mirándome  como si él  fuera  un yonqui  pasado de vueltas  que no entiende  qué  hace  ahí  un elefante  rosa.
La auténtica  revelación  vino poco después. De sobra es sabido que los muertos,  a veces, tenemos espasmos incontrolables. Sobre todo si se forma algún  gas en el interior que pide a gritos salir. Seguramente  no es de vuestra incumbencia, pero tengo que decir  que lo que a Felpudo le salió  de dentro no fue una ventosidad. Aquello era gas mostaza por lo menos. No los podéis  hacer la idea: hablo de un puto viento huracanado  de mal gusto  ante el cual  hasta  un camionero  de doscientos kilos habría  sucumbido irremediablemente. La furia de su increíble y monstruosa flatulencia hizo  retumbar el sofá  de tal manera que el mando del televisor  se deslizó  y cayó  al suelo, encendiendo el aparato por casualidad.
¿Habéis  visto  qué  le pasa a un zombi cuando tiene delante  una pantalla que emite estática?
Sólo  el ruido de por sí  ya consigue captar  su atención. Pero es que luego se quedan completamente  hipnotizados. Y ahí  estaba  Felpudo, reaccionando por primera vez— después  de haberme dejado el piso con un aroma a diarrea nerviosa que no se iría  en años —,gateando como un bebé  hasta plantar  su embobado rostro a un centímetro  del reflector.
En las dos horas que estuve observándolo, ni se movió.  De alguna manera, ese hormigueo  inestable conseguía  atraparle con tal magnetismo que,  aunque hubiesen estado personas  vivas jugando a lad cartas a su lado, él  no se habría  inmutado.

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