acostumbraban a funcionar en las películas cuyos protagonistas deseaban presentarse en son de paz, pero por el momento no obtuve respuesta. Casi al final de la estancia supe que, fuera quien fuera, debía de encontrarse tras la siguiente columna. Ya no quedaban más pilas, y desde la parte izquierda me llegaba el sonido de una respiración agitada. Al girar aquella última arista comprobé que estaba en lo cierto. Asombrosamente se trataba de la misma niña que me había encontrado días atrás. Estaba sentada entre la penumbra, con la espalda apoyada en la pared, y se rodeaba las rodillas con sus brazos, por detrás de los cuales sobresalían unos ojos que me miraban con desconfianza. Su olor, su cara manchada y su rubio pelo largo cayéndole por aquel vestido gastado no dejaban lugar a dudas. Aunque estaba muy callada, parecía muy asustada, y yo seguramente era el culpable. ¿Qué podía hacer? No la conocía de nada. No sabía qué decirle. Pero, a la vez, ansiaba más que nunca mantener una conversación con alguien de verdad después de tantos meses de exilio. Junté mis manos por la yema de los dedos y carraspeé para que mi voz no sonara tan ronca. —Hola... pequeña... —pronuncié torpemente. Francamente, me sentía ridículo hablándole así a la cría con mi nuevo uniforme de guerra. Ella se arrinconó aún más contra la pared, sin quitarme la vista de encima, por lo que desistí de seguir acercándome. Admito que me bloqueé por completo. Tan sólo era una niña, y ahí estaba yo, pasando más nervios que en toda mi vida. Tenía que hacer algo. No había esperado durante tanto tiempo un encuentro así para quedarme sin palabras cuando llegara el momento. Finalmente, me coloqué de rodillas. Pensé que le parecería menos peligroso si me ponía a su altura. Entre nosotros se instaló un silencio incómodo. Quise preguntarle cómo se llamaba, pero no me hizo falta. Me fijé en que en su brazo derecho tenía varias cicatrices de mordeduras. Era la chiquilla de la que hablaba el diario. —¿Paula...? —razoné en voz alta. Ella me miró sorprendida, como si no entendiera de qué la conocía. Justo cuando me disponía a decirle que no iba a hacerle daño y que sólo quería hablar, oí por detrás el inconfundible chasquido del seguro de una pistola y, un segundo después, el peso de su cañón haciendo presión contra mi casco. —Muévete un solo centímetro más y te vuelo la jodida cabeza. Era una voz femenina, joven pero muy autoritaria. Eso sí que no me lo esperaba. Empecé a arrepentirme a pasos agigantados de haber sido tan fisgón. Había cometido un error fatal. Una bala disparada a quemarropa a esa distancia atravesaría mi casco como si fuera una lámina de mantequilla. Me quedé inmóvil, expectante, esperando a que aquella desconocida dijera algo más o por el contrario me hiciera callar para siempre. (Por un momento se me pasó por la cabeza que la segunda opción tampoco estaba tan mal.) —¿Llevas algún arma? —preguntó al fin. —No... —contesté, sorprendentemente tranquilo. —Pon las manos sobre la nuca, donde pueda verlas. Hice lo que me pedía. A esas alturas no temía a la muerte (la verdadera muerte), pero tampoco quería cabrearla; daba la sensación de que esa mujer sabía lo que se hacía. Tanteó brevemente en mi chaleco en busca de posibles armas o artilugios de índole ofensiva. Por suerte no rebuscó también por el resto de mi frío cuerpo. Cuando terminó, continuó apuntándome. —¿Quién coño eres y cómo cojones nos has encontrado? Pensé un momento en la respuesta y no tuve más remedio que soltar una pequeña carcajada. —Chica, apuesto a que no me creerías.
Fin del capítulo
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Diario de un Zombi
RandomDiario de un Zombi nos transporta a una Barcelona post-apocalíptica enterrada bajo las cenizas de la devastación donde el ser humano se ha extinguido casi por completo. Una historia en la que los hechos están narrados desde una perspectiva muy...