Dejé que Anette se deshiciera en su íntimo tormento. ¿Quién era yo para interrumpir semejante explosión de sentimientos? Hacía tanto tiempo que no veía llorar a nadie que incluso me agradó poder hacerlo. Lo tomé como una manera primitiva y visceral de exhibir el precio que debía pagarse por seguir vivo. La envidié por poder llorar. Os parecerá raro, pero habría querido sentirme como ella, ser como ella, tan vulnerable y con la sangre hirviendo en su interior, rompiendo su entereza en mil pedazos. Al fin comprendí que aquel trozo del pastel jamás volvería a probarlo. De todas formas, el Arcángel había desaparecido entre los callejones, y con mi olfato me sería fácil evitarlo, así que pensé que era un buen momento para largarse a casa. —Tengo que irme... —Mi ronca voz sonó hueca entre las paredes vacías de la sala—. Siento lo de tus amigas.. Pasé por su lado sin prestarle más atención, pero, antes de dar dos pasos, me agarró de la mano y alzó la vista como si fuera a pedirme piedad. Únicamente me detuve porque el contacto con alguien seguía pareciéndome... estimulante. —Por favor... —me suplicó con ojos húmedos y vidriosos—... por favor, ¿puedes...? Debes ayudarnos. La miré a través de mi visera sin demasiadas ganas de oír lo que vendría a continuación. —No se me ocurre cómo. —Esa niña... —tragó saliva y rectificó la frase—. Ayúdanos a salir de aquí. Tengo que llevarla hasta la frontera con Francia como sea. Te lo suplico. —¡¿Qué?! —exclamé incrédulo. Eso era una idea de locos—. No, no, no, no. Lo siento pero ni de broma. Anette se puso en pie sacando fuerzas de flaqueza. Su rostro mostró una desesperación oculta y prisionera que seguramente llevaba guardando desde hacía meses, liberándola sin poder contenerla ni un segundo más. —¡¿Por qué no?! ¿Eh? Eres un mercenario, ¿no es así? Mi gente sabrá recompensarte. —Yo no soy ningún mercenario. —¡Dijiste que lo eras! —No, ¡tú dijiste que lo era! Y ahora, si me disculpas... —¡Espera! —Volvió a cogerme del brazo—. Pero sí que dijiste que eras bueno siguiendo rastros y que te conocías bien la ciudad. Podrías sernos de gran ayuda. Esos hombres eran nuestro salvoconducto hacia los Pirineos franceses, y ahora... Continué escuchándola por cortesía, pero sabía a la perfección que esa conversación no podía llegar a buen puerto, de ninguna de las maneras. Lo que Anette planteaba (aparte de ser un suicidio para ellas) era del todo imposible, y eso sin mencionar que ignoraba por completo con quién estaba hablando. —Paula... —prosiguió, señalando hacia las escaleras—. Es muy importante que la lleve con los míos. Ni te imaginas lo mucho que vale su vida.
Sus labios tiritaban de pura sinceridad. En esas circunstancias, y sabiendo que la ayuda que debieron de prometerle se había esfumado y jamás llegaría, se vio acorralada e intentó desesperadamente buscar un plan alternativo, aunque ese plan incluyera tener que confiar en un absoluto desconocido. Un desconocido que había encontrado husmeando en su propia casa hacía tan sólo una hora. —Bueno, lo cierto es que... —intervine después de un breve silencio—... leí tu diario, pero lo siento, de verdad que no puedo. Ella me miró como reprochándome que hubiera hurgado en algo tan íntimo y personal, aunque, a juzgar por su posterior cambio de expresión, enseguida comprendió que eso podía ahorrarle muchas explicaciones. —¡Bien! Entonces sabes lo que está en juego. La sangre de Paula es única. Podría crearse una vacuna o incluso una cura gracias a ella. Jugaba con sus manos de forma nerviosa. —Verás, en esas montañas existe un complejo de investigación biológica. Antiguamente se utilizaba para estudiar movimientos tectónicos, y... ¡Ahí no hay infección! ¡Los zombis mueren congelados a causa del frío! —Me lo estaba poniendo de perlas, vamos—. Entre los supervivientes hay varios científicos dedicados en cuerpo y alma a encontrar una solución para toda esta mierda, y ¡Paula es esa solución! —clamó emocionada; después su frente se arrugó y dos enormes lagrimones cayeron de nuevo por sus mejillas—. Cuando por fin la encontramos, prometieron que volverían a buscarnos. Muchos hombres han muerto por esta causa. ¿Es que eso no te dice nada? Toda esta pesadilla podría terminar... ¿Imagináis el dilema moral que se me planteó en la cabeza por un momento? Bueno, a decir verdad, un momento muy corto. Entendía lo que me estaba pidiendo y por qué lo hacía, pero, aparte de que era una insensatez que yo no podía llevar a cabo, en esos instantes deseé más que nunca no haberme adentrado en aquel lugar. Echaba profundamente de menos estar sentado en mi destartalado sofá, viendo pasar las horas como solía hacer habitualmente. Tenía que terminar con ese debate de una vez por todas. —Oye, tú no me conoces; no sabes nada sobre mí. No tienes ni idea. —Sí que lo sé —contestó decidida a no tirar la toalla. Con un sutil gesto se soltó la coleta, dejando caer un pelo lacio y fino sobre sus hombros. Entonces me cogió una mano con delicadeza y se la llevó hasta su pecho. Los ojos se le humedecieron aún más cuando miró hacia el suelo, apartando la cara por pura vergüenza. Aquella mujer realmente estaba dispuesta a lo que hiciera falta para conseguir ayuda, a cosas que en otras circunstancias no habría hecho jamás, incluso rebajarse a ofrecer su cuerpo como moneda de cambio. Reconozco que, de haber estado vivo, la oferta se me habría antojado tentadora. A través de mi guante sentí su pecho cálido y firme. No se parecía en nada al de Lora, el de aquel frío cadáver que se sentaba a mi lado en las sesiones «golfas» de ese cine abandonado. Pero de nuevo debo reiterarme y recordares que soy un zombi. El sexo despierta en mí la misma necesidad que la de untar de mantequilla una señal de tráfico. Además, estaréis de acuerdo en que hay situaciones que es mejor ni siquiera imaginar. De la forma más caballerosa que supe, aparté mi mano, pero ella, sin intención de rendirse, se lanzó rápida y desesperadamente hacia mí con la intención de quitarme el casco para besarme. —¡No! —exclamé retrocediendo unos pasos—. ¡No puedo ayudarte, maldita sea! ¡No soy lo que tú piensas! Anette me señaló con un dedo, más irritada que nunca por saber que ni siquiera eso le había funciona do. —¡Ningún hombre rechazaría a una mujer de esta manera después de tanto tiempo! ¿Quién coño eres tú? ¿Eh? ¿Es que no hay nada que te haga sentir un mínimo de afecto por la raza humana? ¿¡Te importa una mierda lo que les pase a los tuyos!? En parte tenía razón; había llegado a un punto en que me había acostumbrado a preocuparme únicamente de mí mismo y, lo que es más, no me sentía mal haciéndolo. ¿Egoísta? Quizás. ¿Autosuficiente? Seguro.
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Diario de un Zombi
RandomDiario de un Zombi nos transporta a una Barcelona post-apocalíptica enterrada bajo las cenizas de la devastación donde el ser humano se ha extinguido casi por completo. Una historia en la que los hechos están narrados desde una perspectiva muy...