—Hace tiempo coloqué cargas explosivas entre las escaleras del segundo y quinto pisos. Temía que no funcionasen, pero deben de haberle alcanzado de lleno —dictaminó jadeando—. Vamos, debemos salir de aquí antes de que todo esto se derrumbe. Sígueme. Le hice un gesto con la mano cediéndole el primer puesto. Las seguí hasta la otra punta de la fachada, donde se encontraban reposando sobre el suelo unas largas escaleras extensibles de metal. Justo delante, a poca distancia, se alzaba un edificio más alto que el nuestro. Su tejado quedaba aproximadamente a diez metros por encima y a dos por delante. —Ayúdame a encajarlas en el otro muro, rápido. Hice lo que me pedía. Que me aspen si aquella mujer no sabía lo que se hacía. Anette ayudó a la niña a colocarse a sus espaldas y empezó a trepar, pero yo me desesperé al captar lo que me tocaba hacer a continuación. —Las palomas, Anette. ¡No podemos dejarlas ahí! —gritó Paula sin parar de llorar—. ¡Tenemos que liberarlas! —Estarán bien, cariño. No mires abajo, ¿de acuerdo? Era mi turno. Con total desconfianza, puse un tembloroso pie sobre la primera barra, luego el otro... Seguro que os ha pasado alguna vez: ser conscientes de que no debéis hacer algo pero acabar haciéndolo de todas formas. Yo sabía que no debía mirar hacia abajo pero lo hice. Más de treinta vertiginosos metros me separaban del suelo de la calle, desenfocando mi visión como si estuviera borracho. Por si fuera poco, la escalera vibraba peligrosamente con cada peldaño que conseguía superar a base de mucho esfuerzo y voluntad. Tampoco ayudó mucho el hecho de que cuando ya iba más o menos por la mitad del trayecto, la puerta anti incendios del edificio que intentábamos abandonar saliera disparada por los aires a toda velocidad. Giré la cabeza y contemplé con estupor cómo desde el interior de la hirviente galería aparecía de nuevo aquella mole inhumana, con su cuerpo de metal candente irradiando columnas de oscuros vapores. Hizo un rápido análisis del entorno y, cuando nos localizó, abrió sus ennegrecidas fauces, bramando como la bestia que era. La acelerada voz de Anette me llegó desde arriba. —¡¡Rápido. No hay tiempo!! Juré que si salía de ésa jamás volvería a hacer nada parecido. Las escaleras correderas nunca fueron hechas para la patosa coordinación pies-manos de que hacemos gala los zombis. Ese monstruo rugió de nuevo, con más furia si cabe, y se abalanzó con poderosas zancadas arremetiendo velozmente hacia mi posición. Ya casi había llegado arriba cuando noté una fuerte sacudida. El Arcángel, que jamás imaginé que pudiera correr tan rápido, derrumbó con un brutal manotazo transversal las escaleras, que cayeron precipitándose al vacío, y yo con ellas. En aquella última milésima de segundo encontré la salvación en manos de Anette, que logró agarrarme por el chaleco en el aire y tiró de mí, acompañando su enorme esfuerzo con un enérgico grito interior. Quedó de manifiesto que no estaba dispuesta a perder al único (y atípico) aliado que podía sacarlas de la ciudad. Caímos redondos sobre la arcilla del nuevo tejado. Por debajo de nosotros se escucharon unos alaridos nacidos de una rabia pura y descontrolada, acompañados por el frenesí de multitud de llamaradas que se desperdigaban en mil direcciones. Al parecer, lo habíamos conseguido. —Acabo de salvarte —me recordó Anette, recobrando el aliento—. Espero que sepas cumplir con tu palabra. Asentí con la cabeza y nos levantamos pausadamente. No acababa de creerme que pudiera seguir en pie. Eché un vistazo abajo; la azotea entera se consumía en llamas. Aquel monstruo lo estaba quemando todo de forma desquiciada: el criadero, las tuberías de plomo, las antenas... Al verme de nuevo se detuvo, resoplando por su temible mandíbula como un depredador hambriento que sabe que no puede llegar hasta su presa. Pude ver cómo sus negras pupilas se dilataban jurándome venganza. Bajo los primeros rayos de sol, Anette me puso una mano en el hombro. Fue un claro gesto de confianza. Sentí que, por primera vez en mucho tiempo, alguien apostaba por mí.
—Está atrapado —dijo más relajada—. Se acabó. Larguémonos de aquí. Cogió de nuevo a Paula y se dirigió andando hasta la puerta de emergencia, que abrió de una patada. —¿Vienes? —Sí, voy... —contesté decidido. Antes de marcharme, miré por última vez a la aterradora criatura, que seguía impasible, con su vista fija en mí, sin inmutarse mientras todo ardía a su alrededor.
Fin capítulo.
ESTÁS LEYENDO
Diario de un Zombi
De TodoDiario de un Zombi nos transporta a una Barcelona post-apocalíptica enterrada bajo las cenizas de la devastación donde el ser humano se ha extinguido casi por completo. Una historia en la que los hechos están narrados desde una perspectiva muy...