En un momento de lucidez decidí subirme a la azotea de un antiguo edificio bastante alto situado cerca del centro, concretamente en la plaza Tetuán. Las escaleras estaban completamente bloqueadas y tuve que pulsar el botón del ascensor para hacer que bajara. Por lo visto, aún quedaban humanos refugiados en ese bloque, porque al subir por aquella lenta y chirriante cabina, entre el quinto y el sexto pisos, vislumbré brevemente, a través del cristal de la puerta, a una señora mayor que se me quedó mirando igual que si estuviera contemplando al mismísimo Satanás. Yo le sonreí levantando los pulgares como diciendo: «¡Enhorabuena, señora, no está usted loca!». Y luego desapareció bajo mis pies. No os podéis imaginar la cara que puso aquella pobre anciana de bata rosada, que se santiguó frenéticamente mientras negaba con la cabeza al verme ascender por el aparato. Me habría descojona do de no encontrarme tan mal emocionalmente. Cuando llegué arriba, abrí la puerta de emergencia y aparecí ante el tejado del edificio, que prácticamente se caía a trozos. Intenté mirar hacia el añil del cielo en busca de algún pensamiento que reconfortara mi alma, pero fui incapaz de encontrarlo. Así que, más decidido que nunca, caminé pausadamente hasta el borde de la fachada y me preparé para volar como un pájaro que extiende sus alas. Cerré los ojos y pronuncié mis últimas palabras. Sin embargo, mientras cogía impulso, noté de repente un calor sofocante que me hizo abrir los párpados de nuevo. Al echar la vista abajo, tuve que esforzarme por recobrar el equilibrio y no caerme. Ante mí se extendía la visión más espantosa que os podáis imaginar la calle entera estaba ardiendo, pasto de un fuego eterno e incombustible que nacía del propio infierno. En la córnea de mis ojos se reflejaban miles de cuerpos que se retorcían con posturas imposibles entre un océano de hogueras flameantes. Miré alrededor y toda la ciudad estaba en llamas, cubierta por gases que explotaban con enormes fogonazos de color encarnado. No me quedó más remedio que taparme la cara con el brazo —os aseguro que aquella combustión quemaba de verdad—. Mientras me cubría de aquellas furiosas brasas que incineraban el aire, fui retrocediendo a trompicones. No podía asimilar lo que estaba pasando. Parecía tan imposible y a la vez tan real... De golpe y porrazo, sentí unos dedos que me picaron burlonamente por la espalda. Al girarme enronquecido, vi la figura de un hombre enmascarado. Tuve que mirar dos veces porque aquello ya rozaba lo absurdo. Iba vestido con un traje negro de ópera, guantes blancos, sombrero de chistera y antifaz veneciano. Aquel individuo dibujó una amplia sonrisa en sus labios y me hizo un pequeño ademán con el sombrero. Acto seguido, empezó a girar sobre sí mismo, alejándose con elegantes movimientos de danza clásica. Parecía divertirse con todo aquello, bailando al son de una música inexistente. Con una mano extendía y ondulaba su brillante capa y con la otra hacía voltear su torneado bastón de marfil, que maniobraba como un experto malabarista. No pude dejar de observarlo absorto en mi propio delirio, sintiendo una singular mezcla de admiración y escepticismo. Justo antes de llegar a la esquina opuesta de la deformada azotea, el folclórico personaje se detuvo por completo como si fuera una marioneta a la que le han cortado las cuerdas. Me aproximé receloso y, al ver que no se movía, lo toqué con la punta de mis dedos, pero, en cuanto lo hice, aquel misterioso fantasma se desintegró convirtiéndose en polvo y ceniza, esfumándose al compás del viento. Entonces, todo el paisaje onírico que me rodeaba se desvaneció en mil direcciones y yo volví a estar de nuevo en el viejo tejado de antes, bajo un espléndido cielo azul. Entiendo que a vosotros os resulte tremendamente surrealista, pero para mí fue como si me hubieran hecho estallar un globo repleto de gas alucinógeno en plena cara. Obviamente, nunca me tiré por aquella azotea. En aquel momento no supe si considerarlo una señal para que no lo hiciera o un castigo divino por algo que había hecho mal. Lo que sí tuve claro desde aquel preciso instante es que, directa o indirectamente, jamás volvería a asustar a ninguna viejecita indefensa, por si acaso. Ésa fue la primera vez que me pasó, pero no fue la última. A veces caminaba por la calle y, al girar la vista atrás, veía a esa misma figura de ensueño firmemente plantada en la distancia y observándome con ambas manos apoyadas en el puño de su bastón. El cómo y el porqué ocurría eran difíciles de saber, pero sí llegué a intuir el cuándo: siempre me sucedía si estaba exaltado o algo me inquietaba de verdad.
ESTÁS LEYENDO
Diario de un Zombi
RandomDiario de un Zombi nos transporta a una Barcelona post-apocalíptica enterrada bajo las cenizas de la devastación donde el ser humano se ha extinguido casi por completo. Una historia en la que los hechos están narrados desde una perspectiva muy...