—Déjame verte —dijo muy seria. —No. De eso ni hablar. —Déjame verte, Erico... Me sorprendió que me llamara por mi nombre; no podía recordar el tiempo que había pasado desde que lo oyera por última vez en labios de otro. Hasta el momento no dudé ni un segundo de que lo mejor era mantener mi identidad oculta, pero... ¿Y si ahora ya no hacía falta? Aquella mujer ya había visto un caso en que el virus había fracasado, así que podría entender que hubiera más. ¿Por qué no? Hay que ver. Un ser como yo teniendo fantasías de reconciliación con la raza humana. Después de todo, yo sólo era un juguete del destino, no un asesino, y en alguna parte en el fondo de mi alma ansiaba ser comprendido. Para bien o para mal, y después de meditarlo unos instantes, me dejé llevar por aquella utopía y opté por intentarlo, esperando no tener que arrepentirme cuando ya fuera demasiado tarde. —Muy bien. Pero tendrás que prometerme que no gritarás. Anette frunció el ceño como si eso fuera evidente. —Pues claro que no gritaré. «Yo no estaría tan seguro», pensé algo nervioso. Traté de borrar de mi mente toda reflexión contradictoria y, cuando creí estar listo, me llevé las manos hasta la base del casco. —Y el arma... —añadí—. Déjala ahí, en el suelo. —¡Esto es ridículo! —Tú hazlo, ¿vale? Exhaló aire, impacientada. Evidentemente tanta medida de seguridad le parecía una tontería. —Ya está. Ahora quítatelo. Suspiré profundamente. Juro que si hubieran quedado poros sanos en mi piel, habría sudado como un pollo asado. Con mucha calma fui extrayéndome el casco, y, a medida que lo hacía, el olor agrio y cargado de aquel lugar me invadió como una nube tóxica. Anette miró atentamente hasta que no quedó nada que cubriera mi rostro, luego achinó los ojos para intentar distinguirlo mejor en la oscuridad y por último los abrió como platos. Creo que no se le salieron de las órbitas de milagro. —Oh, Dios mío... —Soltó un murmullo ahogado, tapándose la boca. —Sí, te entiendo. Yo también dije lo mismo cuando me vi por primera vez. —¡Oh, Dios mío! —Su cara pasó de la sorpresa al asco. Retrasó primero un pie, luego el otro e, inmediatamente después, llegaron los gritos. —¡¡¡OH, DIOS MÍO, OH, DIOSMÍODIOSMÍODIOSMÍOOO!!! —¡Ahhh...! ¿Ves? ¡Sabía que pasaría esto! No debí quitarme el casco. ¡Sabía que pasaría! —¡TÚ! —Volvió a señalarme con el dedo como si condenara a una bruja—. ¡TÚ! ¡Tú debes de estar de coña, joder! ¡Aléjate de mí! —Mírame. —Señalé hacia mi cara—. ¿Te parece una puta broma? —¡Que te alejes he dicho! —Se agachó para coger un trozo de cristal del suelo y lo alzó amenazándome—. ¡Como des un paso más...! —¿Qué? ¿Crees que me gusta esto? ¿Crees que yo quise esto? —Andábamos en círculos, guardando las distancias—. Oye, yo estaba muy tranquilo en mi piso comiendo cucarachas cuando tus amigos de la «vichisuá» y Míster Cara de Pizza decidieron aparecer por mi ventana, ¿entiendes? Si nos hubierais visto: parecíamos un matrimonio en las últimas, discutiendo y vociferando los dos al mismo tiempo. —¡Esto no me puede estar pasando! —¿Quieres bajar la voz? —¡Tú no eres real! ¡Me estoy volviendo loca! —Ya empezamos... —¡Y si lo eres, debí pegarte un tiro cuando tuve la oportunidad!
—Claro que sí, y en menos de diez segundos habrías tenido a un simpático incinerador llamando a tu puerta. —Joder! ¡¿Por qué tengo tan mala suerte?! ¡JODER! —¡Que bajes la voz! —¡NO! ¡No es justo! —Con el cristal que sostenía propinaba unos inquietos tajos al aire—. ¡Se suponía que todo debía salir bien! —¿Y yo tengo la culpa? —¡SÍ! ¡Tú y todos los que son como tú! ¡Lo habéis destruido todo, joder! ¿Se puede saber qué coño hago hablando con un zombi? —Vale ya... —¡Y una mierda! —¡BASTA! —grité tan fuerte que al fin se calló—. ¡Yo no soy como ellos! No muerdo, ¿vale? En ese momento entendí que quitarme el casco jamás habría funcionado; fue una idea estúpida: yo era lo que era y debía aceptarlo. Es como si intentas meter a un perro y a un gato salvajes en una misma jaula; el perro morderá al gato y el gato arañará al perro, pero no esperes que choquen sus patitas y luego se vayan a corretear juntos. —¿¡Y cómo sé que no, eh!? —No dejaba de apuntarme con ese cristal, y parecía decidida a continuar con la discusión, aunque yo no. —No puedes, ¿de acuerdo?... Mira, yo me largo. Aquello ya sobrepasaba mis límites. De bastante mal humor, encaminé mis pasos hacia la escalera. Me detuve un segundo antes de bajar al ver de nuevo a la niña. Se encontraba de pie, en la otra punta; por lo visto habría oído el jaleo y había bajado para presenciar el espectacular griterío. Por un momento esperé que también se pusiera a gritar como una histérica, pero no ocurrió nada, se me quedó observando con la misma tranquilidad con que lo hizo en aquella explanada, cuando entrelazamos miradas por primera vez, con más interés que temor. —¡Vuelve a tu habitación! ¡Vamos! —le espetó inmediatamente Anette, que parecía más relajada al comprobar que me iba. De todas formas, le había dado un susto de muerte. Es normal que no se fiara de que la niña estuviera por ahí merodeando. Paula volvió a mirarme brevemente, dio media vuelta y desapareció escalinata arriba. Sin intención de quedarme ni un solo instante más, empecé a bajar por los escalones maldiciendo. Estaba furioso, enfadado por todo lo ocurrido, por haber pensado siquiera que tendría una oportunidad de ser entendido, de ser aceptado, y también por cojear de aquella maldita forma con esa cadera mía, tan débil y podrida. Cuando ya casi había llegado a la planta baja, oí unos pasos apresurados por detrás de mí. «¿Es que esa chica no se iba a dar por vencida?, pensé aborrecido. —¡Espera! —masculló, llegando en la mitad de tiempo que yo. —¿Qué quieres ahora? —Me giré—. ¿Vas a matarme? ¿Es eso? Noté un cambio en su actitud. Evitaba mirarme a la cara, pero, en comparación con la conducta exhibida hacía dos minutos, podía decirse que había mudado la piel de lobo por la de cordero. —Lo siento. Siento haberme puesto de esta manera. Has de entenderlo, ¿vale? Esto... —movió una mano mostrando todo mi cuerpo—, lo tuyo, es difícil de asimilar. —Disculpas aceptadas —dije con total indiferencia, y continué rumbo a la puerta. —Por favor. —Se puso delante de mí impidiéndome el paso—. Por favor, no te vayas... Mira, sé que hemos empezado con mal pie... —¿De veras? Yo diría que hemos empezado mal con toda la maldita pierna. Has intentado matarme... dos veces. —Sí, pero es que nunca imaginé... —¿El qué? ¿Que un zombi pudiera hablar o razonar? —Solté una carcajada—. ¡Hay que joderse! Da igual. No te culpo. Suerte. Por tercera vez se apropió de mi brazo, cuando yo ya sostenía el mango de la puerta con la otra mano.
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Diario de un Zombi
RandomDiario de un Zombi nos transporta a una Barcelona post-apocalíptica enterrada bajo las cenizas de la devastación donde el ser humano se ha extinguido casi por completo. Una historia en la que los hechos están narrados desde una perspectiva muy...