Al final le puse hasta un nombre. Le llamé Erik; me recordaba demasiado al protagonista de aquella película basada en la famosa novela de Gaston Leroux titulada El fantasma de la ópera. Una película que, para qué negarlo, me impactó cuando la vi de pequeño. No obstante, llegó un día en que aquellas extrañas alucinaciones desaparecieron, yo me acostumbré a mi nueva vida y no volví a experimentar nada parecido. Hasta entonces... Justo al adentrarme en el interior de Gracia, supe que mis demonios habían vuelto para saludarme, y que de nuevo me encontraba en mi inframundo imaginario. Y es que, por muy desolado que estuviera ese barrio en la actualidad, nunca había lucido un aspecto como aquél, tan frío y fantasmagórico. Sin saber bien lo que buscaba, caminé por los estrechos callejones, siempre cubiertos por una densa niebla que me llegaba hasta la cintura y se removía al ritmo de mis pasos. Algunas de las visiones que tuve en el transcurso de aquella noche son dignas de ser mencionadas. Recuerdo que llevaba un buen rato andando en línea recta cuando al torcer por una esquina me topé con un pequeño grupo de violinistas sucios y harapientos que parecían esperar la llegada de la Parca frente a un muro de piedra. Los tres que lo formaban tenían el cuello desgarrado y sus cuencas oculares permanecían vacías. Al pasar por su lado, alzaron al unísono sus delgadas manos y empezaron a tocar sus violines, deslizando bruscamente los arcos sobre unas cuerdas rotas y destensadas. El sonido que emitían era estridente, y los resortes chirriaban violentamente, acompañados por decenas de tétricos acordes. Crucé por delante todo lo deprisa que pude, pero, por más que me alejé, aquel horrible ruido diabólico continuó sonando a mis espaldas durante un buen rato. Intenté mantener la cabeza fría —qué ironía—, no quería que todo aquello me afectara más de lo debido. Seguí avanzando. Por los recónditos callejones empezó a dejarse sentir un llanto apagado que, con el transcurso de los minutos, fue antojándose más y más próximo hasta que, en un momento dado, aquel lamento me impulsó a mirar hacia la ventana de una casa alta. Apoyada en la repisa había una señora de mediana edad, con un largo y ondulado pelo cobrizo de tocado antiguo y unos mofletes colorados cuyo maquillaje púrpura se había corrido por culpa de sus lágrimas. Vestía un corsé con volantes y me miraba fijamente desde arriba, mientras amamantaba a un perro negro que sostenía entre sus brazos como si fuera un bebé. Sin embargo, el animal le mordía los pechos causándole múltiples hilos de sangre que caían manchando sus vestiduras. Aparté la vista, asqueado. Pensé que si todo aquello era lo que había en la otra vida, fuera quien fuese el creador, era un maldito demente. Al final, y después de mucho andar, llegué hasta la plaza principal, el núcleo neurálgico de aquel averno. Los árboles que antaño fueron altos y robustos ahora aparecían torcidos y ajados, y sus ramas se extendían quebrando la imagen de la luna y confiriéndole el aspecto de un enorme cristal fragmentado. Empecé a desanimarme al pensar que no había encontrado nada que valiera la pena. Me había adentrado en aquella macabra atracción del terror sin ninguno de mis objetivos cumplidos. A punto estaba de darme por vencido cuando, justo en el momento en que iba a dar media vuelta, lo vi, a Erik, aquel elegante y misterioso personaje de ensueño, que apareció andando noblemente desde la esquina opuesta de la plaza. Sin pensármelo dos veces, eché a andar hacia él, y, antes de alcanzarle, éste hizo girar su capa indicándome con una mano que le acompañara. —¡Espera! —le grité mientras me esforzaba por seguirle, presa de mi cojera. El refinado fantasma empezó a cruzar por los callejones como una sombra que deja una estela a su paso. Su toga desaparecía por la siguiente esquina justo cuando yo tomaba la anterior. Desplazándose con sus característicos giros coreográficos y un ritmo de lo más apresurado, a punto estuvo de conseguir que le perdiera en más de una ocasión. Finalmente, al doblar por un último ángulo, topé con una calle más ancha, donde él me estaba esperando, plantado delante de una puerta de hierro que formaba la entrada de un edificio postmodernista. Justo encima había un letrero desgastado que ponía «Almacenes Zamora».
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Diario de un Zombi
RandomDiario de un Zombi nos transporta a una Barcelona post-apocalíptica enterrada bajo las cenizas de la devastación donde el ser humano se ha extinguido casi por completo. Una historia en la que los hechos están narrados desde una perspectiva muy...