Entre Mundos (Capítulo 29)

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Alberto despertó suavemente de su inconsciencia, sus ojos se abrieron y con lentitud se incorporó y se quedó sentado junto a la gran roca que tenía a su lado. Apoyó la espalda en ella y por un momento estuvo desorientado, no reconocía el lugar ni qué estaba haciendo allí. Un dolor punzante en el pecho le recordó la lucha que había tenido con aquella piedra que se había adherido a él. Hizo memoria, visualizó de nuevo la pelea y llegó a la conclusión de que no había tenido otra alternativa que deshacerse de aquella criatura. Se miró el pecho y vio una herida que ya estaba cicatrizada en el centro. No sabía el tiempo que había estado inconsciente para que la herida le hubiera sanado pero seguro que le había quitado tiempo para poder alcanzar a Luis. Se puso en pie y se dispuso a seguir su camino para recuperar la ventaja que pudiera sacarle su compañero.  Miró el sendero que le quedaba por subir pero un  trueno a sus espaldas atrajo su atención. Se volvió y vio la presencia de nubes que anunciaban tormenta que se dirigían hacia su posición. Aquello le extrañó, porque en el tiempo que llevaba allí no había visto ni una nube, y ahora que lo pensaba, tampoco había visto el sol pero era evidente que existía por la claridad que siempre había. Las nubes parecían engrandecerse mientras avanzaban, lentas, amenazantes, tenebrosas, sin viento que las acompañara y oscureciendo todo el ambiente.

Confuso por aquella nueva situación, inició la búsqueda de un lugar para guarecerse de la tormenta cuando un nuevo relámpago, seguido de su ensordecedor trueno, anunciaba que la tempestad estaba muy cerca. Siguió mirando a su alrededor para ver si encontraba alguna gruta o cueva, cualquier cosa que le sirviera de protección contra la lluvia que todavía no le había alcanzado.

Un nuevo resplandor iluminó el ambiente y empezó a calcular mentalmente el tiempo que tardaba en oírse el trueno. Contó ocho segundos. Esperó a que apareciera otro relámpago y comenzó a contar de nuevo. Ahora contó cinco segundos por lo que la tormenta avanzaba hacia él con suma rapidez. Recordaba que su padre se lo había enseñado cuando era pequeño. Se había despertado asustado en una noche con muchos rayos y truenos, y su padre acudió junto a su cama. Para calmarlo le explicó la forma de saber si una tormenta se alejaba. Estuvieron contando juntos hasta que los truenos retumbaban en la lejanía y la tempestad se alejó.

Los rayos y truenos se sucedían ininterrumpidamente y le pareció que las primeras gotas golpeaban el suelo. Extendió las palmas para comprobar que había empezado a llover. 

- ¡Dios Santo! – exclamó cuando unas gotas tocaron sus manos y antebrazos. 

Horrorizado se miró la zona donde habían impactado tres o cuatro gotas. El terror reflejado en su cara se debía a que lo que tenía en sus palmas y brazos no eran gotas no eran de agua, incluso ni siquiera podrían llamarse gotas, eran agujas, increíblemente punzantes, de diferentes largadas y de color plateado.

Su terror se convirtió en desesperación por encontrar, urgentemente, un refugio. Comenzó a correr, saltando y escalando rocas, iracundo, intentando encontrar un lugar que le resguardara de aquella lluvia punzante. Por más que quería dejar atrás la tormenta, no lograba distanciarse de ella y unas cuantas gotas se le clavaron en hombros, cabeza y cara. En un movimiento defensivo levantó los brazos para protegerse la cabeza pero no evitó que se le clavaran agujas en el resto del cuerpo.

Las punzadas eran muy dolorosas, más, cuando las agujas alcanzaban sus huesos por la fuerza del impacto.

Su búsqueda se volvió histérica, su cuerpo estaba ametrallado, sus músculos respondían con dolor a cada movimiento que realizaba debido a las agujas incrustadas profundamente en su carne. Estaba viviendo un auténtico calvario. Algo líquido enturbió sus ojos y pensó que se trataba de la lluvia pero cuando llegó a la boca y probó su sabor se dio cuenta que se trataba de su propia sangre. Luchó contra el pánico que le producía saber que debía tener una enorme cantidad de  agujas clavadas en sus brazos y cabeza para le hubieran provocado aquellos regueros de sangre.

Vio una gran una roca, que tenía forma de panza y que le podía servir para evitar ser masacrado bajo aquella lluvia y se tiró debajo de ella. No pensó en las consecuencias de aquella acción hasta que las agujas se clavaron más en su carne cuando impactó con el suelo. El tormento fue tan extremo que se mareó por el dolor que sintió, y pensó que iba a perder el conocimiento de nuevo.

La tormenta estaba en su cenit, relampagueando y tronando sin cesar, y mientras algunas agujas rebotaban en las rocas, otras se iban clavando en el suelo, dando a la tierra otro color más acerado.

Se sentó con sumo cuidado bajo la roca, entre gemidos de dolor, aguantando los sufrimientos que le producían sus heridas y se fue sacando el acero de su agujereado cuerpo. Empezó a quitarse las que tenía en sus manos, lentamente al principio y más rápido cuando descubrió que si los extraía de un tirón dolía menos. Cuando terminó, se fue palpando la cara y la cabeza para liberarse del acero que tenía incrustado. Poco a poco consiguió reducir de su cuerpo la cantidad de gotas punzantes que tenía, pero no tenía forma de evitar que su sangre manara de los innumerables orificios que le había provocado la lluvia.

La tormenta fue pasando con lentitud, dejando caer a su paso infinidad de gotas afiladas que seguían hundiéndose en el suelo.

Mientras continuaba con su tarea, observó cómo la tormenta había rebasado la zona donde se encontraba y seguía desplazándose en la misma dirección que tendría que tomar él, si quería seguir a Luis. Esperaba, y deseaba,  no volverse a encontrar con aquella tempestad más adelante. La claridad fue ganando terreno para sustituir al pasajero, pero terrible, aguacero plateado. Estaba pensando en cómo podría continuar su camino con todos aquellos alfileres clavados en el suelo, cuando observó que algunos empezaba a fundirse. No hacía calor, ni mucho menos, pero con el avance de la tormenta ésta perdía influencia sobre las gotas que había descargado y se iban derritiendo para ser absorbidas por la tierra. Las que todavía se hallaban en su cuerpo también comenzaron a disolverse. Notó que el acero se calentaba, aumentando su temperatura y algunas agujas, derritiéndose, penetraron en su carne, lo que le provocaba un dolor intenso en distintos momentos y puntos de su cuerpo. Aceleró sus acciones para deshacerse con mayor rapidez de aquellas agujas que todavía estaban intactas, antes de que se diluyeran con su propia carne. Entretanto, las que ya habían comenzado a fundirse le comenzaron a quemar en su interior. El dolor era peor que cuando se le clavaron las agujas. No pudo reprimir los gritos. No pudo más y dejó de quitarse las pocas agujas que todavía le quedaban y se tumbó en el suelo hecho un ovillo. Intentaba concentrarse en superar el sufrimiento, con gritos y gemidos, y no perder la conciencia. El dolor se fue atenuando pero su cuerpo aparecía humeante, quemado y lacerado en las zonas donde no había podido quitarse las gotas de aquella lluvia extraña y traicionera. No se vio con ánimos de seguir después de lo sucedido y aprovechando el refugio que le ofrecía la gran roca, intentó descansar su cuerpo agotado y dolorido. 

- Dios mío, ¿es necesario todo esto? – se preguntó en voz alta. 

- A lo mejor es una forma de purgar tus pecados – le respondió una voz. 

A Alberto le pareció que la voz estaba dentro de su cabeza pero aún así intentó abrir los ojos para comprobar si había alguien con él. Entreabrió los párpados pero la sangre que le caía de la cabeza y la cara solo le dejó ver lo que parecía ser una sombra que se apoyaba en la panza de la roca.

Quiso contestar a aquella sombra pero de su garganta sólo salió un gemido. 

- Tranquilo le dijo la voz. Todo pasará en cuanto descanses un rato. 

Alberto volvió a gemir. 

- Sí, ya sé que debes continuar avanzando pero ahora debes descansar. Has sufrido mucho y son pocos los que pueden soportar lo que tú has aguantado, pero te recuperarás pronto. 

Notó que aquella presencia estaba muy cerca de él y volvió a gemir. 

- No, no voy a hacerte ningún daño. Al contrario, he venido a ayudarte. 

Un escalofrío le recorrió el cuerpo y las pocas fuerzas que aún le quedaban le abandonaron. 

- Eso es, descansa mientras me ocupo de ti. – dijo la voz.

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