Capítulo VIII: "Nouvelle vie - A ciegas"

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La bolsa nueva de mamá, el dinero en la cuenta bancaria por parte de papá, la fotografía con marco dorado de Gabrielle, un disco de Héctor con mis iniciales y el elegante pergamino de la doctora Thérese con la frase: "Pleure s'il le faut pour apprendre, plus tard tu riras". Pienso en algunos de los beneficios de tener la mayoría de edad, como poder viajar, entrar a algún bar, podría independizarme aunque eso implique vivir de alquiler en Ben Ahmed acompañada de un gato y alfombras malolientes. Ya no tendrían que excluirme de pláticas de adultos porque ya sería uno y si me diera la gana podría casarme con un rabino en una cueva, irme a estudiar lejos, quizá intentar sacar un par de tarjetas de crédito y la hora límite para volver a casa ya no existiría más para mí. Podría hacer lo que quisiera si mis ánimos no decayeran cada que abro los ojos.

Me recuesto en la cama de lado contario a la cabecera de madera, mi mirada se pierde en la lámpara de techo circular que adorna la habitación. Cuando era niña saltaba sobre el colchón e imaginaba que era la luna, creía que si saltaba alto podría tocarla con la yema de los dedos. Después, bajaba las escaleras, tomaba el atizador de chimenea y empezaba a bailar por toda la sala, daba vueltas y me arrojaba los pétalos de flores que mamá cortaba del jardín de la abuela, papá al verme se aflojaba la corbata, me daba un beso en la mejilla y antes de entregarme el chocolate que compraba de camino a casa decía << ¿Cómo es que alguien con tan pequeña edad tiene tanto equilibrio? >>

La cocina de mamá es su tesoro intocable. Todo combina en finura con la barra de mármol marrón, la rinconera y el especiero. Los cajoncillos de la alacena eran blancos cuando un señor regordete con pipa los bajos de ese camión, ahora tienen un ligero color perla que a la vecina le parecen encantar cada que viene a vender postres. Las flores ya no adornan mi casa desde que la abuela se mudó. Los bancos de madera con cojín a juego ya están tan desgastados que incluso al sentarte puedes sentir los clavos en el trasero, pero mamá es tan sentimental que le cuesta despedirse hasta de cuatro bancos de cocina estropeados.

— Tal vez puedas devolverme mi puerta ahora — sugiero mientras la observo preparar la cena.

— Algún día.

— ¿Qué día?.

— ¿Quieres algiot y queso para cenar o prefieres algo más ligero?.

— Quiero mi puerta para cenar, mamá.

— Enah, ¡basta!. Esa puerta no se te devolverá hasta que vuelvas a las consultas y te empieces a quedar en todas tus clases. Cada vez falta menos para que te gradúes y no quiero que repitas año.

— ¡Oye! — la interrumpo, pensar en repetir año me provoca la misma angustia que a ella—. ¿Dónde tienes tu computadora?.

— ¿Qué pasa con la tuya?.

— No tiene para reproducir un CD y necesito escuchar una canción.

— Esta debajo del perchero de mi habitación.

— Gracias.

— ¡No tardes tanto!, ya casi esta la cena.

Busco en el lugar donde ella solía esconder los regalos de navidad. La computadora aún se encuentra en esa caja de cartón reciclado por la iniciativa del cuidado al medio ambiente, tal vez y sí mucho fue encendida un par de veces, me dispongo a llevarla a mi habitación pero recuerdo que ya no tengo privacidad y la idea deja de ser una opción viable. Como si no fuera suficiente que cada vez que entro al baño ella baje el volumen del televisor o finja no verme cuando salgo por las noches. Me siento en una de las repisas del perchero escondiéndome entre sombreros y abrigos, coloco el Cd y espero la reproducción automática.

Era la misma canción. Aquel día solo poseía su guitarra armonizada con su voz, está sintiéndose opacada por las melodiosas notas que expulsaba su garganta, incomparables con la vibración de las primera, tercera y sexta cuerda. Esta vez se notaba lo profesional, un bajo y una batería de fondo y su ligero barítono abriéndose paso antes de que los instrumentos empezaran a tocar con más intensidad. Héctor al cantar se transformaba, era como si una nueva y escondida versión de él naciera solo para volverse a ocultar y dejar al mundo consternado. Había olvidado la tranquilidad que me provocaba escucharlo, lograba que todo se silenciara y se sintiera tan pacífico como un campo de girasoles al ser acariciados por el viento.

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