1. Vivaldi y sus famosas cuatro estaciones

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CAPÍTULO 1
Vivaldi y sus famosas cuatro estaciones

Adèle

Hoy se cumplen diecisiete años desde la muerte de mamá.

«Otro más», pienso, sin apartar la mirada de la hoja rojiza que está a punto de caer. Un soplo de aire frío, ese empeñado en recordar que el invierno va a llegar en un suspiro, y la hoja caería. «Trágico», concluye la vocecilla que no deja de repetirme cuántos años han transcurrido desde la muerte de Léonore Dumont. No hay un solo día en el que no la eche de menos, pero este en especial se vuelve insoportable.

Insoportable a niveles de querer encerrarme en una cueva y pasar el día viendo películas depresivas, de esas al estilo Titanic que siempre me hacen llorar a mares, mientras me hincho a helado de stracciatella, porque dicen que el helado es la cura para todos los males.

«Dicen», porque mi psicóloga no opina lo mismo.

Observo la pelota de goma que tengo en la mano y al dóberman que me mira impaciente para que vuelva a lanzarla. Sonrío al contemplar su reacción con solo levantar el brazo. La atrapa en el aire, de un salto, y vuelve corriendo hacia mí para seguir jugando al juego más aburrido de todos. Si es que este perro estaría feliz incluso persiguiendo a un caracol.

Repito la maniobra y aprovecho para contemplar el cielo nublado de Madrid.

Madrid, y no París —mi lugar de nacimiento—, debido a la decisión que tomó mi padre de mudarnos unos meses después de la despedida de mamá. «Para pasar página», dijo. O para cerrar el capítulo también; porque París se la considera la ciudad del amor y mi padre había perdido al suyo. A veces me pregunto por qué la vida tiene que ser tan injusta, o, ya puestos, por qué el destino se había empeñado en juntar a dos personas para después separarlas de la manera más cruel: un accidente que apagó el corazón de mi madre, llevándose también el de mi padre porque el amor de su vida había muerto.

Se me escapa un estornudo y maldigo para mis adentros mientras me sueno la nariz; noto también las mejillas heladas, pidiendo por favor un poquito de calidez, así que refugio la mitad del rostro en la bufanda roja, esa que tanto me gusta usar, mientras pienso en uno de los debates más populares y en el que, en mi opinión, no hay discusión que valga: los meses de invierno superan con creces a los de verano. ¿O hay alguien que prefiera derretirse bajo el sol a pasar las tardes con la mantita en el sofá mientras te haces una maratón con las películas de Home Alone?

Por no hablar de los jerséis navideños y del chocolate caliente.

La boca se me hace agua solo de pensarlo.

Empiezo a caminar observando como esa hoja, que hasta ahora había pendido de un hilo, cae junto a las demás como si de un baile de otoño de mediados de octubre se tratase. Incluso me parece oír de fondo las famosas cuatro estaciones de Vivaldi.

—¡Roi! —grito para llamar la atención del dóberman. De inmediato se coloca a mi lado, obediente. Le acaricio por detrás de las orejas y le abrocho la correa—. Ne me regarde pas comme ça —le pido en francés, pues es el único idioma que entiende.

Sabe que ha llegado la hora de volver a casa y eso no le gusta, así que siempre intenta un último recurso: mirarme con infinita tristeza, como si el mundo se estuviese acabando y su último deseo fuese quedarse cinco minutos más en El Retiro, su parque favorito.

Lo adopté dos años atrás, en París. El invierno se había apoderado de la ciudad de la manera más atroz: temperaturas mínimas que rozaban el bajo cero, escarcha por los lugares más insólitos, una niebla densa repartida por las calles... Caminaba junto a mi abuela agarrada del brazo —me había escapado un fin de semana para verla, porque a las abuelas hay que visitarlas de vez en cuando—, cuando de pronto oímos el llanto de un perrito a unos metros del portal, junto a los cubos de basura. El corazón se nos encogió al descubrir el motivo de su tristeza: sollozaba junto al cuerpo fallecido de su madre, rogando para que despertara.

Eufonía (Serie Cenizas, 1) | Nueva edición 2024Donde viven las historias. Descúbrelo ahora