CAPÍTULO 4
Señor Otálora y señorita LeblancAdèle
Es como si una fuerza sobrenatural me hubiese empujado a encontrarme con su mirada enigmática, a pesar de todos los pares de ojos que hay en la sala.
No rompo el contacto visual aunque la voz de mi conciencia me anime a ello, no vaya a ser que haga el bochorno de tocar la nota que no es, estropear el momento y volverme el hazmerreír de la noche. Pero sería improbable, no porque mis manos se sepan la partitura de memoria —que también—, sino porque la pieza acaba de llegar a su fin.
Los últimos acordes desaparecen y los aplausos no tardan en tomar el relevo y llenar el espacio. «No dejes de sonreír», me repito una y otra vez haciendo una reverencia de agradecimiento ante el ruido que no cesa. Trato de mostrarme cercana y agradable ante las cámaras que me apuntan, dejando que las felicitaciones me zumben en los oídos mientras mi cabeza se debate de manera acalorada si necesito alejarme o no, y buscar un poquito de tranquilidad.
«Tú puedes», me aseguró Mercedes una hora antes de entrar; dos palabras que interioricé en su momento, pero que ahora me parecen lejanas, un par de traidoras, pues me dejan justo cuando más las necesito.
Sin abandonar la sonrisa, aquella que deja al descubierto los dientes superiores, y que siempre utilizo para este tipo de situaciones, busco a mi representante entre la multitud, pero vuelvo a cruzarme con esa mirada: la de hace unos minutos, la de la semana pasada; solo dura un segundo, pero basta para que la sorpresa vuelva a invadirme y haga que me pregunte qué hace aquí.
«A lo mejor es otro invitado más».
No sería ningún disparate teniendo en cuenta que se han juntado todas las celebridades de España en un mismo lugar, como si este fuera el evento del año. La importancia y el poder que rezuman algunas me descoloca por una fracción de segundo, y con él no es diferente, pero no aparto la mirada; nunca lo hago, en realidad. Es uno de los muchos consejos de mamá que se me caló hondo —y que sigue allí, escrito en una nota adhesiva rosa y clavada en la pizarra de corcho en mi habitación de París—: «Los ojos son el espejo de lo que somos, Del: si quieres transmitir seguridad, sé la última en apartar la mirada».
—Muchísimas gracias —pronuncio volviendo la atención hacia la persona que acaba de felicitarme—. No, a pesar de los siete minutos de duración, no ha sido una pieza complicada... Gracias, no sabe cuánto me alegra que se haya emocionado... Ha sido un placer... Muchísimas gracias...
Acompaño cada respuesta con una expresión amable mientras me concentro en no alzar demasiado la voz, o que se me escape una mirada que pueda malinterpretarse. Lo último que quiero al llegar esta noche al hotel es encontrarme con mensajes de gente ofendida que han asumido haberme visto ignorando —sin querer, pero eso les da igual— a la adorable ancianita que ha intentado acercarse para darme dos besos. O que por alzar mínimamente la barbilla se lleven las manos a la cabeza pensándose que me las doy de «diva egocéntrica que se cree superior al resto del mundo».
Confieso que algo de arrogancia tengo —que levante la mano quien esté libre de pecado—, pero ¿qué pianista no la tendría cuando eres capaz de tocar el tercer movimiento de la Sonata n.º 14 de Beethoven con los ojos cerrados?
Tampoco me olvido de que no debo forzar los gestos y cuido cada palabra que sale de mi boca hasta que mi representante, mi ángel de la guarda, aparece delante de mí. Me fijo en su pelo castaño, y sus ondas peinadas a la perfección, y en el maquillaje discreto que realza su faceta profesional. A pesar de que se muestre cálida y afectuosa, echa chispas cuando se enfada, sobre todo cuando entran en juego los intereses de sus artistas.
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Eufonía (Serie Cenizas, 1) | Nueva edición 2024
RomanceSerie Cenizas - Libro 1 Primera parte de la historia de Adèle Leblanc e Iván Otálora BORRADOR "-¿Sabes lo que significa «eufonía»? -Es un sonido agradable al oído, pero... -Se queda un segundo callada sin dejar de mirarme, como si quisiera verme a t...