11. Galletas con sabor a fantasma y un recuerdo bañado en negro

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CAPÍTULO 11
Galletas con sabor a fantasma y un recuerdo bañado en negro

Iván

El piso de Verónica no es pequeño —ático dúplex con terraza y dos baños—, pero tengo la sensación de que está a punto de reventar por la cantidad absurda de personas que hay saltando al ritmo de C. Tangana. Por no hablar de los disfraces, cada cual más terrorífico, que brillan en la oscuridad como si les hubieran echado diamantina encima. «Órdenes de Verónica», recuerdo, aunque yo esa instrucción me la haya pasado por el culo.

Suficiente he hecho con parecerme al cabecilla de los Peaky Blinders. Incluso mencioné que vendría en uno de los juguetes de papá, para que luego Verónica no diga que no me tomo sus fiestas en serio, pero luego caí en la cuenta de que sigo en Madrid y que aún no he devuelto las llaves del Ferrari. Error mío, ¿o de Sebastián por no habérmelas pedido? Supongo que dejaré que el tiempo decida, a ver cuánto tarda en percatarse de que todavía tengo su coche favorito en mis manos.

Observo a Conrad con sus pintas de hechicero vudú, acercándose con dos vasos llenos de vete a saber el qué —el suyo, al menos—. Acepto el que me tiende y le doy un buen trago. Ni siquiera me había dado cuenta de lo sediento que estaba.

—¿Por qué no bailas, bro?

Sí, Conrad es de esos que utiliza el término «bro» para todo, especialmente para quejarse de ese cliente tocapelotas que no sabe diferenciar entre la carne que está «al punto» y la que está «poco hecha», que «esto es un restaurante de estrella Michelin, bro, no un curso de cocina para principiantes», se me queja noche sí y noche también. Es muy divertido escucharlo hablar de su día a día, sobre todo porque te mete algunas palabras y expresiones en inglés con esa entonación suya de Cambridge, que le aportan un toque interesante a la conversación.

—¿Tú ves que haya espacio para bailar?

Da un vistazo alrededor a la vez que bebe de su cerveza y se vuelve hacia mí con una sonrisa:

—Te has vestido del mismísimo Thomas Fucking Shelby, man —dice pasándome el brazo por los hombros—, ¿de verdad vas a ponerte a llorar porque la gente no te deja un trocito de pista?

El tono de burla es evidente.

—¿Quién ha dicho que esté llorando?

—Estás a punto, o ¿qué es eso que se te desliza por la mejilla? —Hace el amago de rozarme la piel con la yema del dedo índice para luego sostenerlo en el aire—. Mira, una lágrima; corre, pide un deseo.

—Eso se hace con las pestañas, gilipollas. —Me quito su brazo de encima—. ¿Y tú por qué no bailas?

—Qué boca más sucia, menos mal que Renata no te ha escuchado —murmura negando con la cabeza, decepcionado—. ¿Yo? Pero si he estado bailando la última media hora con esa preciosidad de ahí. —La señala con la mano para después saludarla, a lo que ella le corresponde con una sonrisa enseñando los dientes. Se gira hacia su amiga y proceden a reírse a carcajada limpia; las dos van como una cuba—. Pasaba a saludarte, que un poco más y te me mueres del aburrimiento. Que ya que he sacado el tema —dice apoyando la mano en mi hombro, como si se le hubiera ocurrido la gran hazaña—, podría presentarte a la amiga de mi pareja de baile, que también es otra preciosidad, y así te quito ese cara de estreñido, ¿qué me dices?

Lo miro con las cejas arqueadas.

—Vete a la mierda, anda. ¿Cara de estreñido de qué? No me apetece bailar, y menos cuando hay tan poco espacio.

—¿Y qué le digo a la amiga?

—Y yo pensando que estabas preocupado por mí —murmuro negando de manera sutil mientras me fijo en la chica, y la pillo mirándome con cara de enamorada—. Sugiéreles hacer un trío.

Eufonía (Serie Cenizas, 1) | Nueva edición 2024Donde viven las historias. Descúbrelo ahora