8. Él y sus «señorita Leblanc»

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CAPÍTULO 8
Él y sus «señorita Leblanc»

Adèle

Con la mano en la cadera y sin dejar de dar vueltas por la habitación, mientras Roi no deja de mirarme desde la comodidad de la enorme cama, espero a que Odile se digne a coger el móvil. Habrán pasado diez segundos desde que le pulsé a «llamar», pero siento como si llevase minutos.

Contesta al quinto toque.

—Dime que no lo has hecho adrede —suelto sin pensar, y me arrepiento al instante porque Odile suele ser bastante perspicaz—. Te pedí que el hotel aceptase animales... —añado.

—Buenos días a ti también.

—Odile, no estoy de humor.

—A ver, respira y cuéntame qué ha pasado.

—Lo que ha pasado es que el hotel casi me saca a patadas porque «en la entrada está claramente indicado que no se permite el acceso a mascotas» —digo imitando eso último la voz de la recepcionista.

—Te juro que en la página web no ponía nada, así que di por hecho que los aceptaban. Espera, ¿a qué te refieres con que «casi» te echan? ¿No estás deambulando como un alma en pena por las calles de Madrid? —Su afán por burlarse de mí cada vez que se le presenta la oportunidad hace que me tiemble el ojo—. No era mi intención que pasaras un mal rato. Escogí el Victoria porque era el que estaba más cerca de tu casa, y porque aceptaron que tuvieras el piano en la habitación, que no todos los hoteles lo hacen. —Me fijo en el piano de cola reluciente mientras me pregunto cómo habrán conseguido meterlo sin hacerle un rasguño—. Por cierto, a todo esto, ¿desde dónde me estás llamando?

Buena pregunta.

Me muerdo el labio inferior mirando a Roi, que ladea la cabeza como si con ello me dijera: «Da igual lo que le digas, es tu hermana».

Sí, es mi hermana, y por eso no entiendo por qué estoy actuando de esta manera. Tal vez se deba a que Odile no necesita de mucho para empezar a fantasear con situaciones hipotéticas e historias de amor que inician gracias a las casualidades de la vida. Así es ella, fantasiosa; le gusta soñar despierta.

Y a mí también, no nos vamos a engañar.

—Estoy en la habitación —respondo en el mejor tono que sé para no hacerla sospechar.

—Ah, ¿sí? Mira tú, qué bien. Entonces... ¿problema resuelto?

—Sí, más o menos, solo tuve que insistir —murmuro, y al instante pienso en Iván. Bueno, no es del todo mentira. Insistí. Pero tuvo que venir él desde Barcelona para rescatarme.

Se me escapa una sonrisa diminuta.

—Genial, pues ahora puedes explicarme a qué te referías antes.

—¿Antes?

—Del, no te hagas la tonta que ya tenemos una edad. Tú no sueles alterarte si no es estrictamente necesario. Cuéntame qué ha pasado.

—No ha pasado nada —aseguro—. Por cierto, ¿tú no deberías estar dando clase? Te he interrumpido, ¿verdad? Mil perdones, hablamos luego; te quiero, adiós.

Cuelgo la llamada antes de darle tiempo a contestar. Hablar con ella de Iván sería un movimiento imprudente, sobre todo si le confesara que lo tengo en la habitación contigua y que acaba de despedirse con un «Supongo que ya nos veremos». ¿Qué probabilidad había de que nos volviéramos a encontrar? Ninguna Una entre un millón.

Antes de lanzar el móvil a la cama y empezar a deshacer el equipaje, Odile me envía tres mensajes seguidos, incluso me da tiempo a fijarme en su «En línea» antes de que desaparezca en cuanto me manda el tercero. No está molesta ni nada.

Eufonía (Serie Cenizas, 1) | Nueva edición 2024Donde viven las historias. Descúbrelo ahora