19. Fresas para un tarta de cumpleaños

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CAPÍTULO 19
Fresas para una tarta de cumpleaños 

Adèle

Aprendí a cocinar por Eira.

Recuerdo que, de pequeña, me pasaba todo el día en la cocina con ella; compartía conmigo todos sus secretos, era paciente explicándome las recetas y lo que necesitaba saber para que una tarta de cumpleaños, además de bonita, tuviese sabor.

Decía que de nada servía decorarla por fuera si por dentro estaba quemada.

Coloco una a una las fresas sobre la tarta mientras me acuerdo de mi psicóloga y su afán por convertir todas las reflexiones en una metáfora. Estoy segura de que habría encontrado la manera de decirme eso mismo pero refiriéndose a alguno de mis problemas. Suelto un suspiro. No he vuelto a tocar el piano desde la última vez que hablamos, y el lunes tengo otra sesión programada con ella. Supongo que no me queda de otra que intentarlo mañana y a ver qué pasa, porque hoy Odile me ha repetido en todos los idiomas que debería ser ilegal trabajar en tu cumpleaños.

Qué equivocada está, pero tampoco he querido llevarle la contraria.

No miento cuando digo que no me acordaba. Mi doce de noviembre es otro día más de la semana que no tiene nada de especial más allá de sumarle otro año a mi existencia. La única que se emociona es Odile, y siempre tengo que hacerme una tarta deprisa y corriendo porque «¿Cómo no vas a soplar las velas, Del? Va, hazlo por mí, que no te cuesta nada».

Y tiene razón. No me cuesta, porque en el fondo celebrar este día no me disgusta tanto.

Otro suspiro.

Mi vida se sostiene a base de pensamientos contradictorios, situaciones hipotéticas y conversaciones que conservo bajo llave. Me llevo una fresa a la boca y coloco la última en la tarta de tres chocolates mientras pienso en esos dos versos, y en cómo quedarían con su voz, sobre todo si me acercara los labios al oído y me los susurrase.

Apoyo las manos en la encimera, contemplo las velas rojas todavía en su paquete y me doy cuenta de que pienso en Iván más de lo que me gustaría. «Te gusta. Te gusta muchísimo». Las palabras de Odile resuenan de nuevo y me muerdo el labio inferior sin querer. Supongo que es la emoción de las primeras conversaciones; siempre es bonito al principio, cuando la tensión florece y el fuego empieza a quemar. Luego decides empezar la relación, los meses se convierten en años y la rutina y el aburrimiento se apoderan de ella; entonces, uno de los dos se cansa y decide cortar, o ponerte los cuernos. La misma historia contada desde diferentes puntos de vista. Deben haber excepciones, supongo, que no todas las rutinas relaciones son aburridas, pero...

Siempre existe un pero.

Y el mío es que no me quiero ilusionar, porque la ilusión es esa amiga que te dice que el vestido azul te queda de maravilla cuando la realidad es otra. Con la ilusión hay que tener cuidado; al fin y al cabo, nunca sabes por dónde podrían venirte los tiros.

Quiero ver a Iván, pero quiero verlo sin crearme ilusiones ni expectativas. Y que haya organizado una campaña pensando en mí, no ayuda a mantener ninguna de las dos a raya. Según Mercedes, pues me ha llamado esta mañana para felicitarme, me dijo que que ya les había hecho llegar mis condiciones y que se mantenía a la espera de su respuesta, pero que lo más seguro era que la reunión se celebraría la semana que viene.

Toda esta situación me genera una curiosidad que nunca había sentido con anterioridad.

Me llevo otra fresa a la boca.

—¡Adèle Leblanc-Dumont! —exclama Odile entrando en la cocina—. Las fresas son para la... Ah, pero mira qué bonita ha quedado. Me encanta. Ponla en la nevera, que se derrite. —Entonces, se da cuenta de las velas aún sobre la mesa—. Espera. —Se arremanga el jersey, como si estuviera a punto de picar piedra, y se da la tarea de colocar el dos y el cuatro en el centro de la tarta—. Matías acaba de mandarte un mensaje, que me he tomado el atrevimiento de leer, y dice que le quedan cinco minutos.

Eufonía (Serie Cenizas, 1) | Nueva edición 2024Donde viven las historias. Descúbrelo ahora