6. El arte de saber escurrir una fregona

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CAPÍTULO 6
El arte de saber escurrir una fregona

Adèle

A veces pienso que la mala suerte me persigue, que no duda en ponerme la zancadilla para asegurarse de que pierda el equilibrio y caiga en su trampa. ¿Qué le he hecho yo a la vida para merecer que mi apartamento se inunde por culpa del lavavajillas?

Por lo visto ocurrió el día anterior, justo cuando yo estaba en Barcelona tocando el piano; de no haber sido por el vecino del piso inferior, que dio el aviso al conserje y este irrumpió en mi hogar para cortar el agua, esta seguiría escapándose a borbotones.

Las palabras técnicas me las voy a ahorrar, porque no estoy precisamente de humor, pero, a rasgos generales y según las palabras del conserje: «El programa de lavado se activó, después de que volviese la luz debido a una subida de tensión, con la puerta del lavavajillas abierta. El parqué se ha echado a perder, igual que las alfombras y los muebles del salón, y no nos olvidemos de las goteras y la humedad en el piso de abajo. Tendría que llamar al Seguro y ver qué se puede hacer, pero ya le digo que deberá desalojar la vivienda por un tiempo».

Solo a mí se me ocurre tener un suelo de madera natural, con lo delicado que es con el agua. Un año viviendo aquí y es la primera vez que sucede algo parecido. «Bienvenida al fantástico mundo de las hipotecas, los fallos eléctricos y la madre que parió al lavavajillas».

Vuelvo a suspirar con pesadez —ya es el quinto suspiro que suelto en diez minutos— mientras escurro la fregona en el cubo.

—Vamos, Del, alegra esa cara —me anima mi hermana desde la distancia, jugando con Roi.

Decidió acompañarme para ver el destrozo, porque era evidente que no iba a quedarse teniendo en cuenta que es más curiosa que yo.

—El lunes hablas con el Seguro y problema resuelto —continúa—. Con lo que cuesta este piso y que la cuota anual que pagas no es barata, la obra te saldrá gratis y todo, además de que no ha sido culpa tuya; así que, anímate, mujer. —Yo la miro frunciendo el ceño, sin dejar de maniobrar con el artefacto peludo que tengo entre manos—. No seas tonta y déjame ayudarte, ¿seguro que no tienes otra fregona?

—Quédate ahí, no te quiero ver haciendo esfuerzos.

—Estoy embarazada, ma chérie, no fracturada de la cadera —responde avanzando unos pasos, pero la detengo apuntándola con el palo—. Vale, vale, cuánta agresividad, por Dios. Por lo menos habla conmigo, así te distraes. ¿Sabes que estás guapísima? —insinúa, y yo vuelvo a mirarla mal—. Te lo digo en serio: esa cara que tienes de muñequita de porcelana, el moño mal peinado, la camiseta enorme con el careto de Beethoven en el centro, el pantalón rosa de chándal arremangado a las rodillas... Vas hecha un cliché, con el típico outfit que a cualquier protagonista masculino de novela romántica le parecería «adorable».

—Ah, ¿sí? Pues dile que se meta la adorabilidad por el culo.

—Qué poco sentido del humor tienes.

—No, Odile, tengo un sentido del humor envidiable, ¿o se te olvida la de veces que te he hecho reír sin esforzarme siquiera? Pero esta situación es cuanto menos graciosa. Ahora lo que quiero es hacerme una bolita y no saber nada del mundo hasta el lunes a primera hora, cuando me toque pelear con los del Seguro, porque esa gente sí que carece de sentido del humor.

Touché.

—Y por si fuera poco, voy a tener que renunciar a mi piso durante varias semanas, justo cuando tengo que prepararme los conciertos de diciembre.

—Mmm... Puedes ensayar en mi escuela —propone—. Aunque el piano que tengo yo no es tan espectacular como el tuyo, podría servirte. A mí no me importa, por ti lo que haga falta, el único inconveniente sería cuadrar los horarios.

Vuelvo a escurrir la fregona, pensando.

—O podríamos buscar la manera de que te trajeras el piano a mi casa —continúa.

—No creo que...

—Porque vas a quedarte conmigo, ¿no? —me interrumpe—. ¡A mí no me supone ningún problema! —El grito inofensivo y cargado de felicidad provoca que Roi se levante en cero coma y se coloque a mi lado. Le acaricio la cabeza casi sin pensar—. ¿O creías que iba a dejarte tirada?

—No es eso, lo que pasa es que... —Trato de encontrar las palabras adecuadas para decirle que el problema no es ella, sino que lo tengo yo—. Sabes que no me gusta molestar.

—No digas tonterías —insiste.

—Ya, pero... —Odile ladea la cabeza, confundida, aunque no tarda en entenderlo: arquea las cejas con exageración a la vez que cruza los brazos. Aprovecho el momento para explicárselo una vez más, pues da igual cuántas veces lo haga, que no se le queda—: Sabes que me gusta tener mi espacio, sobre todo cuando tengo que ensayar. Si hubiera sido solo un par de días... Pero es que la obra durará semanas. Y tampoco quiero molestarte a ti con mis cosas.

—Pero... —Pone morritos cual cachorrito en busca de atención.

—Odile, de verdad, quédate tranquila. —Le dedico una sonrisa para que se despreocupe—. Ahora me pondré a buscar un hotel que esté cerca de mi piso, y que permita mascotas a poder ser.

Las dos bajamos la cabeza para contemplar a Roi, que se ha tendido a mis pies esperando a que juegue con él.

—Va, te lo busco yo —sugiere—. Ya que no me dejas ayudarte limpiando todo este desastre... —apostilla negando decepcionada porque no la dejo mover un dedo—. Así te ahorras la búsqueda, con lo que te gusta a ti perder el tiempo.

—Pues también es verdad —murmuro, y me muerdo el labio sin ser consciente. Manías.

Siempre es Mercedes la que se encarga de buscar los billetes y de hacer las reservas, y todo al mejor precio, ojo, que no se note sus raíces catalanas. A mí me produce un agobio impresionante solo de pensarlo y acabo aceptando la primera opción. Ella no, por supuesto. Mer encuentra el mejor precio teniendo en cuenta la ubicación, horarios y si la zona es buena para aparcar, y luego te lo pone bien colocadito en el calendario con su color correspondiente.

Que Odile se haya ofrecido a ayudarme me saca del apuro, pues también es de las que se pasan horas en Amazon rebuscando entre las miles de opciones, no vaya a ser que encuentre el mismo producto un euro más barato y no se lo lleve. Así de minuciosa es.

—Vale —acepto segundos más tarde—. Mi única petición, además de llevarme a Roi, es que me dejen tener el piano en la habitación, y que esté alejada para evitar las molestias; no me importa pagar un poquito más.

—Dicho y hecho —declara.

Y no falta su sonrisa de: «Déjamelo a mí, sis, como si tengo que buscar hasta por debajo de las piedras».

Yo esbozo otra, aunque con cierto recelo: «A ver lo que encuentras».

«Confía en mí», me dice, esta vez con la mirada.

Y lo hago, como siempre he hecho a lo largo de mi vida. Me pongo en sus manos mientras la veo dirigirse a mi habitación, en donde tengo el portátil.

Le pido a Alexa que reproduzca mi lista de canciones oldies, la que pongo siempre que me toca limpiar, y vuelvo a escurrir la fregona.

Le pido a Alexa que reproduzca mi lista de canciones oldies, la que pongo siempre que me toca limpiar, y vuelvo a escurrir la fregona

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Todo el mundo sabe qué hotel escogerá Odile, ¿verdad?

El próximo capítulo lo narra Iván 🌚

Eufonía (Serie Cenizas, 1) | Nueva edición 2024Donde viven las historias. Descúbrelo ahora