15. La historia del piano blanco

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CAPÍTULO 15
La historia del piano blanco

Adèle

Me quito el anillo del índice, lo vuelvo a deslizar y repito la acción no sé cuántas veces más mientras Ángela me mira con infinita paciencia, esperando a que me adentre un poco más en el origen de ese recuerdo que no me deja en paz.

—Necesito sacarme su voz de la cabeza —digo, aunque haya sonado más a súplica. Mi psicóloga continúa en silencio y yo no dejo de jugar con los anillos mientras el tictac del reloj se intensifica a cada segundo que pasa.

—Hacía tiempo que no me hablabas de ella. Cuéntame qué ha pasado.

Se me escapa un suspiro.

Ayer, horas después de que Iván me acompañara hasta mi habitación y se despidiera de mí con un apretón de manos y con ese «señorita Leblanc» aterciopelado, lleno de promesas, me senté delante del piano con la intención de ensayar.

—Estaba tocando una de las piezas más complicadas de Dvořák. Empecé bien, no era mi primera vez; llevo mucho tiempo intentando entender a este compositor y lo estaba haciendo bien, pero, de repente, me equivoco en un acorde y su voz inunda la habitación. Sentí que estaba ahí, detrás de mí, como en el conservatorio, con la regla preparada para castigarme. Pensaba que lo tenía superado, que...

Ella apunta algo en su cuaderno, y, por un segundo, deseo que sean las soluciones a todos los problemas que acarrea mi vida.

—¿Y antes de que tocaras la pieza?

Vuelvo a mirarme las manos.

—Vi un piano blanco igual al que había en el conservatorio y que no podíamos tocar sin su permiso. Me acordé de ella y ahora no puedo sacarme su voz de la cabeza.

Era muy estricta con esa regla y nadie sabía por qué, ni siquiera los profesores. El rumor que más se había extendido por el conservatorio decía que el piano era suyo, pero que lo había donado tras la muerte de su hija, lo que explicaba también el favoritismo que sentía hacía mí. Los demás no dejaban de mirarme mientras se esmeraban en que el rumor siguiera creciendo. Un capítulo tras otro de pura palabrería.

«¿Sabes que su madre murió en un accidente de coche? Al parecer iba borracha».

«A lo mejor la madre de Adèle se cargó a la hija de Simonet, lo ha descubierto y por alguna razón retorcida prefiere tenerla cerca».

«¿Por qué Simonet donaría el piano de su hija muerta?».

Los rumores se acabaron cuando, con el objetivo de probar la teoría, a algunos les pareció divertido engañarme diciéndome que Lucille Simonet había pedido que el ensayo de aquella tarde fuera con el piano blanco. Les creí. Al fin y al cabo, era una chica de diecisiete años que no sabía desconfiar ni decir que no. «Por favor, Ángela, no me hagas explicarte lo que esa mujer me hizo cuando me descubrió sentada en la banqueta y con la tapa levantada».

—Ayer me bloqueé y no pude seguir —continúo—. Y esta mañana, antes de venir, he querido intentarlo otra vez, pero su voz ha aparecido de nuevo para recordarme el error. Esto es malo, Ángela, muy malo. Los conciertos de diciembre están a la vuelta de la esquina y tengo que ensayar. No puedo permitirme entrar en bloqueo por culpa de..., de... —Ni siquiera soy capaz de pronunciar las palabras que definen lo que siento por esa mujer.

—¿Por culpa de quién, Adèle? —me anima a decirlo en voz alta, como era evidente. Suelto otro suspiro y enderezo los hombros.

—De la profesora Simonet.

—¿Esto era lo que querías decir? —Alzo la mirada y la veo acomodándose la montura dorada de las gafas, un gesto del que ya ni se percata de lo interiorizado que lo tiene—. Es importante que no te contengas y sueltes todo lo que pienses, sin tapujos. Tu profesora no esta aquí, no puede escucharte, y sabes que yo no te voy a juzgar, sino ayudarte a que llegues a la raíz del problema.

Eufonía (Serie Cenizas, 1) | Nueva edición 2024Donde viven las historias. Descúbrelo ahora