13. Conversaciones de esto y de aquello hasta las 5 a. m.

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CAPÍTULO 13
Conversaciones de esto y de aquello hasta las 5 a. m.

Iván

Arrugo la nariz, confundido, y me pregunto si todavía sigo metido en el mundo de los sueños, porque la sensación de que sean los labios de Adèle acariciándome la mejilla me tiene al borde del delirio.

Es imposible que sean sus labios. Para empezar, lo sabría; no sé cómo, pero lo sabría. Por no hablar de que lo último que recuerdo, después de que Adèle apoyara la cabeza en el respaldo del sofá y cerrara los ojos sin darse cuenta, es de haber mirado la hora, bostezar al comprobar que faltaban unos pocos minutos para las cinco de la mañana, y quedarme contemplando las sutiles pecas que le adornan la nariz.

No sé cuántos minutos estuve mirándola hasta que caí rendido, pero no fueron pocos.

Ya puedo imaginarme la cara que pondría Conrad si llegara a decirle el número exacto de pecas. Seguro que encontraría alguna pullita que lanzarme y me apuesto un huevo a que lo haría con voz de cuñado en las cenas de Navidad: «Uy, tú y la pianista, eh. ¿Ya estás planeando cuándo pedirle matrimonio o cómo va la cosa?».

No, Conrad, no voy a arrodillarme y a ofrecerle un anillo a la pianista. Es fácil hablar con ella, fin de la historia; tan fácil que ignoré por completo la hora desde el instante en el que se sentó en el sofá, después de que se deshiciera de cualquier rastro de maquillaje y yo la siguiera sin pensar para sentarme a su lado.

Hablamos como si no nos hubiéramos visto en años, dejando atrás la conversación sobre el amor y su complemento, aunque esta todavía siga taladrándome en la cabeza como si alguien se hubiera tomado la molestia de ponerla en bucle. Supongo que es lo que tiene dejarse llevar y no pensar en las consecuencias; echémosle la culpa entonces a mi vena poética, al puñetazo que me dejó medio aturdido o a la pianista, ya que estamos, porque me parece a mí que todavía no conoce el efecto de su voz cautivadora.

Se me escapa un suspiro.

Seguimos hablando de esto y de aquello, de La insoportable levedad del ser y de si le gusta más el invierno o el verano. «Invierno —afirmó con una sonrisa y yo no pude evitar perderme en su expresión dulce—. No sabes lo bien que entra una taza de chocolate caliente cuando hace frío». Sonreí guardándome esa información mientras llegaba mi turno para contestar. Me adentré en sus ojos grises y en algún momento empezamos a reírnos como dos niños que se lo están pasando bien y aún no quieren volver a casa. «Cuidado», me digo, pero al instante frunzo el ceño.

¿Qué pasaría si no quisiera tener cuidado?

¿Qué pasaría si decidiera saltar todos los obstáculos que yo mismo he colocado e ignorar el hecho de que las relaciones de pareja no se me dan bien?

Otra caricia.

Abro los ojos despacio. Hay mucha luz y tardo unos segundos de más en acostumbrarme. «Qué puto dolor de cuello», pienso mientras me incorporo, pero me detengo al reparar en la cabeza que descansa en mi regazo y en el dóberman que intenta despertar a su dueña. El culpable, con toda probabilidad, de las cosquillas que he notado antes.

Bouges-pas —le digo que no se mueva tras recordar que Adèle solo le habla en francés. Aunque me ha hecho caso, me mira con una ceja enarcada como si con eso insinuara: «¿Y este gilipollas qué hace dándome órdenes?». Este perro es el ejemplo perfecto que desmiente la teoría universal de que las mascotas se parecen a sus dueños y viceversa. Acerco la mano con cuidado y me permite acariciarle la cabeza—. Tu ne voudrais pas la réveiller, n'est ce pas ? —suelto en un hilo de voz sin saber si me ha entendido. Debo suponer que sí, ya que retrocede, pero sin alejarse demasiado, para adoptar esa postura majestuosa que tantas veces le he visto.

Eufonía (Serie Cenizas, 1) | Nueva edición 2024Donde viven las historias. Descúbrelo ahora