12. El amor es lo que mueve el mundo, ¿no?

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CAPÍTULO 12
El amor es lo que mueve el mundo, ¿no?

Adèle

No recuerdo la última vez que vi el cielo lleno de estrellas, y da igual que hoy no haya ni una sola nube. «Las consecuencias de vivir en una ciudad infestada por la contaminación lumínica», pienso mientras contemplo la idea de pasar un fin de semana en una cabaña perdida en medio del bosque. Allí las estrellas se verían y respiraría tranquilidad. «Sí, hasta que aparezca un asesino en serie y te mate», me recrimina la voz de mi conciencia y yo asiento dándole la razón.

Las calles de Madrid están desiertas, salvo por algún que otro coche circulando a una velocidad sospechosamente alta, y el ruido propio de la noche acompaña al repiqueteo de mis tacones. Admito que a veces me quedo embobada oyéndolo; quizá se deba a que me recuerda al metrónomo cuando marca el compás. Entonces se me viene a la mente la pieza que toqué en el Palacio de Cristal. Reduzco el ritmo de mis pasos, solo un poco, y empiezo a reproducir las primeras notas en mi cabeza. La imagen de Iván también se cuela entre mis pensamientos: lo visualizo con los ojos cerrados y el brazo apoyado en el piano, su respiración tranquila, Roi sentado a su lado, y los rayos del sol danzando alrededor con suavidad.

Entreabro los labios sin querer para soltar un suspiro diminuto y vuelvo a concentrarme en mi caminar.

No suelo tocar para nadie, a excepción de mi hermana —y cuando tengo un concierto, evidentemente—, pero con él no lo pensé. Me dejé llevar y le ofrecí una parte de mí que pocas veces suelo enseñar. La pregunta es si volvería a hacerlo y si, en vez de estar de pie, le dijese que se sentara a mi lado en la banqueta. Mi rodilla rozaría la suya cada vez que pisara el pedal, el ambiente se tensaría y mi sonrisa delataría lo que su cercanía me provoca.

Lo que su voz también me provoca.

En vez de pianista, escritora de novela romántica porque menuda escena me acabo de montar. He pasado de decirle a Odile que no sueñe despierta a que lo haga yo, y a las dos de la mañana. Supongo que ese momento fue de una primera y única vez, porque dudo que vaya a repetirse. «¿Sabes lo que significa "eufonía"?», recuerdo sin querer y no puedo evitar morderme el labio inferior. ¿Es normal que hayan pasado dos días de aquello, casi tres, y no pueda quitarme esa conversación de la cabeza?

Se me escapa un bostezo, de esos profundos y largos, y me froto un ojo por inercia. «Mierda». Freno al instante acordándome de pronto del maquillaje que acaba de cumplir diez horas desde que me lo hice.

Roi también se detiene y no deja de mirarme con la cabeza ladeada. Me agacho para quedar a su altura.

—Bueno, tampoco pasa nada, ¿no? —murmuro en francés, acariciándole el cuello—. No queda mucho para llegar al hotel.

En un día normal sacaría el móvil para comprobar el desastre; como amante del maquillaje que soy, odio cuando se me olvida que lo llevo puesto, pero en este instante... Me da igual ya todo. Lo único que quiero es llegar a la habitación cuanto antes, ponerme el pijama, lavarme la cara y dormir.

«Y pensar que antes aguantaba hasta las seis de la mañana».

Reanudo la marcha mientras recuerdo aquella época del conservatorio en la que me apuntaba a todos los planes que surgían, aunque no me entusiasmaran demasiado. Al fin y al cabo, era lo que se consideraba «normal» para una chica que acababa de cumplir los dieciocho: llegar a casa a las tantas de la madrugada, apestando a alcohol, y tras haber bailado durante horas con algún desconocido.

A la mañana siguiente me quería morir de lo mal que me encontraba.

Tardé en comprender que, dentro de ese grupo de amigas —compañeras de instrumento—, siempre era yo la que me adaptaba. Nunca al revés. Mis planes siempre les parecían aburridos. Así que empecé a decir que no. Y ellas empezaron a dejarme de lado, a ignorarme.

Eufonía (Serie Cenizas, 1) | Nueva edición 2024Donde viven las historias. Descúbrelo ahora