Tres

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Los días en el hospital pasaban con una lentitud insoportable. Parecía que cada segundo duraba una eternidad, y era como si todas las personas del mundo se hubiesen organizado para hacer mi vida más miserable mientras estuviese internado. Las enfermeras hacían las mismas preguntas estúpidas de rutina, al mismo tiempo que revisaban mis signos vitales y me dedicaban hipócritas sonrisas antes de preguntar cómo me sentía.      

Siempre respondí que me sentía bien, incluso cuando no era así.

     Gracias a la medicación, el dolor en mi cuerpo fue menguando poco a poco hasta que sólo era perceptible cuando hacía demasiados esfuerzos para moverme. El tercer día pude levantarme de la cama y logré mantenerme en pie para dar un paseo por la habitación. Al verme caminar, mi madre aplaudió emocionada como si fueran mis primeros pasos en la vida. Nunca la detesté más que en ese momento.      

     Durante la revisión nocturna del tercer día luego de despertar, le ordené al doctor Albino que no permitiera a mis padres entrar en mi habitación sin antes pedir mi autorización, pues no aportaban nada positivo a mi recuperación. Mi padre reclamó ofendido mi decisión, pero me mantuve firme y no volvieron a visitarme. Ni siquiera Renata y Emily volvieron. No las eché de menos, pues estando solo me sentía bastante tranquilo.      

     En cuanto a mis manos, hacía todo lo posible para no moverlas más de lo necesario.      

     Al parecer, las puntadas iban cicatrizando pues al doctor Albino ya no le alarmaba tanto que flexionara mis muñecas. Cerrar los puños me costaba tanto trabajo que siempre tuve la impresión de que se romperían en mil pedazos. El doctor insistía en que necesitaba tomar una terapia especial para recuperar la movilidad de mis dedos. Lo escuchaba, aunque en mi subconsciente solamente pensaba que ese sujeto era un imbécil. ¿Cómo podía una simple terapia reparar un daño irreversible?      

     El cuarto día llegó una enfermera con un paquete que habían dejado mis padres en la recepción del hospital. Era una caja de cartón que contenía unos cuantos libros que, según una nota escrita por mi madre, harían mi estancia más acogedora y menos aburrida. Dejé la caja debajo de la cama sin siquiera fijarme en los títulos.      

     Pasaba los días enteros recostado en cama y comiendo las porquerías insípidas que servían para los pacientes. Me apegué a una nueva rutina, sólo que esa nueva rutina tenía un tiempo límite. Así que cada día que pasaba era una ganancia para mí, pues la libertad estaba cada vez más cerca. Fue hasta el quinto día, cuando recién habían iniciado las horas de visita, que recibí una visita al menos tolerable. Alguien llamó a la puerta de mi habitación y yo entorné los ojos imaginando que era el doctor Albino o una enfermera. Pero al ver a la persona que había entrado, sentí un ligero alivio.       Emilio Osorio estaba ahí, en el umbral de la puerta. Llevaba un collarín en el cuello, pero, por lo demás, estaba ileso. Vestía con ropas oscuras y su cabello pelinegro iba peinado con una coleta desaliñada.      

Creí que definitivamente se veía mucho mejor que yo, que tenía el cuerpo lleno de golpes y vendajes.      

     Emilio se acercó a mí y me besó las mejillas con efusividad. Típico en el. Le fascinaban las demostraciones de afecto.      

—¡Dios, Joaco, ya quería verte! —Exclamó—. ¡He estado muy preocupado por ti! ¡No te imaginas cuánto!      

     No podía quejarme del molesto ruido que hacía su voz, pues lo cierto era que me alegraba un poco de verlo. Emilio no era tan molesto y tan irritante como mi familia. Con el podía ser yo mismo sin temor a ser juzgado. Es por eso que incluso podría decir que lo consideraba un buen amigo.

El violinistaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora