Trece

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Volver a entrar a Georgia fue la cosa que más extraña me hizo sentir en toda la vida. Conducir por esas calles me hacía sentir asfixiado, sofocado, era como si Georgia me arrebatara el aire de los pulmones. A cada segundo que pasaba, me arrepentía más de estar de vuelta. Todos los sitios que miraba por la ventanilla del auto me hacían sentir una nostalgia cruel. Las calles, las casas y las personas eran tal y como los recordaba. Los vecinos se saludaban, los niños jugaban en las calles y todos continuaban con sus vidas, como cada día.

Los envidié.

Demasiado, en realidad.

Seguí conduciendo sin rumbo intentando mantenerme lejos de Heritage Center para evitar ver la casa de mis padres.

¿Dónde estaría Renata?

¿Dónde estarían mis padres?

¿Qué estarían haciendo Ethan, Elaine y Camila?

Recordé entonces la llamada que respondí de Ethan luego de acabar con el suplicio de Emilio. Pensando que quizá Ethan estaba sospechando algo en ese momento, me detuve en Anita Street y apagué el motor para buscar el teléfono celular de Emilio.

No había llamadas perdidas, pero sí encontré una serie de mensajes de texto. ¿En qué momento habían llegado y cómo fue que no escuché la alerta?

Entré al buzón de mensajes y vi que todos iban de parte de esos tres idiotas.

     Leí el primero, que iba de parte de Ethan.

¿Te encuentras bien?

Sonreí y eliminé el mensaje para abrir el siguiente.

También era de parte de Ethan.

Llámame cuando veas esto, me preocupas.

¿Tan preocupado estaba por Emilio, que ni siquiera se tomaba la molestia de llamarle?

Eliminé el mensaje para leer el siguiente. Iba de parte de Elaine.

Nos preocupas, ¿ese desquiciado te hizo algo? Llámame.

      Era divertido ver la forma tan pueril en la que ellos intentaban contactar con el. Todos los mensajes decían exactamente lo mismo.

Llámanos, nos preocupas, responde...

¿Cómo era posible que no se dignaran a llamarlo ellos mismos si tanto les preocupaba?

Eliminé todos y cada uno de esos mensajes estúpidos para luego entrar a la agenda telefónica. Señalado con caracteres de estrellas y corazones estaba el número de Ethan.

Lo seleccioné y pulsé la tecla para realizar la llamada.

No fue necesario esperar, pues el contestó de inmediato.

—¿Emilio?

Se escuchaba preocupado. Angustiado. Al fondo logré distinguir que estaba bajando el volumen del televisor que tenía encendido.

Me pareció divertido.

¿Tanto le preocupaba su mejor amigo que prefería sentarse a ver una comedia barata en lugar de salir a buscar a Emilio?

Permanecí en silencio, intentando que mi respiración no se escuchará.

—¿Eres tú, Emilio?

Insistía y yo tuve que morderme el labio inferior para evitar emitir algún sonido.

—¡Respóndeme!

Terminé la llamada al escuchar su desesperado grito y lancé el teléfono al asiento del copiloto pensando que mi plan había salido a la perfección. Con esa llamada logré angustiar más a Ethan, era la perfecta tortura psicológica. Escuché el tono de llamada entrante y alcancé a ver que era Ethan quien intentaba contactar con Emilio. Solté una risa y dejé el teléfono sonar y sonar, hasta que Ethan desistió tras el sexto intento.

Puse en marcha el vehículo nuevamente y conduje hasta llegar a Kettle Creek Cemetery. Aparqué frente a la entrada y tomé el teléfono de Emilio para guardarlo en mi bolsillo antes de apearme del auto. El vigilante me saludó con una sonrisa y una inclinación de la cabeza. Me pareció conocido, pero seguramente era por vivir también en Georgia. Lo mismo me había pasado toda la vida, era como si conociera a todas las personas de Waycross sin saber quién eran realmente.

Era por vivir en el mismo sitio que ellos. Al menos, eso decía mi madre.

No supe en realidad lo que quería en ese cementerio. Mi familia no estaba enterrada ahí pues todas las urnas con sus cenizas estaban en la casa de mis padres. Tampoco era que tuviera seres queridos enterrados en algún sitio de Georgia pues siempre había estado sola. Pero siempre tuve la curiosidad de caminar entre las tumbas.

De niño solía pensar que un cementerio era un lugar aterrador donde no paraban de escucharse gritos y lamentos, donde podías ver sombras y fantasmas. La realidad era totalmente distinta, jamás había estado en un sitio tan tranquilo. Caminando entre las tumbas y las lápidas, sentí tanta paz que fue incluso relajante. De pronto, al ver la tumba de una niña que había muerto a la tierna edad de cinco años, recordé que cuando Renata cuando era más pequeña solía leer los obituarios del periódico e intentaba imaginar lo que esas personas habían sido en vida. Y eso mismo hice yo mientras recorría el cementerio. Veía los nombres escritos en las lápidas y maquinaba en mi imaginación los escenarios de sus muertes. Sus momentos más felices, sus momentos más difíciles... ¿Cuántas de esas personas habían muerto de manera prematura sin poder cumplir ninguna de sus metas?

Me sentí identificado con todos y cada uno de ellos.

Por un momento imaginé lo que sería estar descansando ya bajo tierra, con los gusanos comiéndose mi carne mientras el resto de las personas de Georgia seguían con sus vidas.

Y entonces volví a sentirme miserable y mil preguntas

¿Por qué fue que no morí durante ese maldito accidente?

¿Qué quedaba para mí en el mundo?

Miré mis cicatrices y las acaricié con mis pulgares, sintiendo cómo la tristeza invadía cada oscuro rincón recóndito de mi interior. La impotencia y la furia, dos emociones que detestaba a muerte, se apoderaron de mí

. Y entonces, escuché una voz en mi cabeza.

Una voz que me decía que la venganza no resolvería nada, que nada de lo que estaba haciendo me devolvería la movilidad completa de mis manos, ni me devolvería la vida que tenía antes del choque.

Claro, si es que a eso se le podía llamar vida...

Solté un pesado suspiro cuando sentí el nudo formarse en mi garganta y me senté a los pies de una tumba elegida al azar. Me sentía tan tranquilo estando ahí que deseé poder entrar en uno de los féretros para no salir nunca más.

El violinistaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora