Cinco

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     Emilio parecía no poder conducir mientras estuviésemos en silencio. Siempre quería que conversáramos de cualquier tema, y decía que el silencio lo enfadaba. Llegué a cansarme de aquella tertulia. ¿Acaso era que Emilio no sabía mantener la boca cerrada? Cuando no hablaba, encendía la música a todo volumen y cantaba con una voz tan desafinada que por un segundo extrañé la forma en la que Elaine entonaba las notas con su bella voz. Me sorprendió que los cristales de las ventanillas del auto no estallaran gracias a los berreos que soltaba Emilio. Cuando el me informó que el viaje duraba treinta y seis malditas horas en auto, me sentí morir. Intenté ver el lado positivo. Pensé que al menos podría descansar de el cuando visitáramos algún motel de paso. Estaba convencido de que Emilio no querría conducir sin parar durante treinta y seis horas seguidas, así como no me permitiría a mí tomar el control del automóvil.

     Pero yo estaba muy, muy, equivocado.

     Íbamos sobre la Interestatal 10. Yo dormitaba en mi asiento. Intentaba hacer caso omiso de los berridos que soltaba Emilio pues intentaba cantar una canción de Coldplay.

     Pocas horas antes, nos detuvimos en un restaurante de comida rápida a mitad de la carretera. Nos atiborramos hasta reventar con las grasas saturadas de las hamburguesas y las patatas fritas.

     Pagamos, y retomamos el camino. Fue por eso que me extrañó cuando Emilio se acercó al borde de la interestatal y, sin apagar el motor del auto, se sacó el cinturón de seguridad y me dio una sacudida para sacarme de mi sopor. Lo fulminé con la mirada cuando vi que estaba tratando de quitarme el cinturón de seguridad a mí también.

     — ¿Qué quieres? —le pregunté de mala gana.

     —Necesito orinar y que tú tomes el volante.

     Me pareció que Emilio había enloquecido. ¿Quería que un hombre cuyas manos estaban destrozadas tomara el control del vehículo?

     No pude negarme, pues el salió del vehículo mirándome con impaciencia. Solté un bufido e intercambiamos los lugares. Reprimí una risa cuando vi a Emilio apretar tanto las piernas para evitar mojarse los pantalones. Casi solté una carcajada.

     Cerrar mis manos sobre el volante no fue nada sencillo. El dolor fue tal que me sentí morir.

     Me sorprendió que mis dedos no se rompieran.

     Emilio pasó al asiento trasero del vehículo mientras me decía:

   —Sólo pisa el acelerador. Nos detendremos en la próxima parada para cambiar de lugares.

     — ¿Y qué parada es esa? —pregunté y puse en marcha el auto.

    —Será cuando entremos a Nuevo México. —Logré escuchar el sonido de la cremallera de sus pantalones—. Sólo sigue conduciendo. No tardaré.

     — ¿En serio vas a orinar ahí atrás? ¡Qué asco! ¡Podías haber ido cuando terminamos de comer!

     —No voy a mojar el auto, zorra estúpida.

     Sentí ganas de abofetearlo por usar ese lenguaje.

    Dejé de escucharlo por unos minutos. Fue un momento de gloria, pues casi había olvidado lo que se sentía estar en silencio. Cuando terminó con lo suyo, pasó al asiento del frente y vi que llevaba una botella de plástico sujeta con la mano derecha. Esbocé una mueca de asco y desagrado.

     — ¿Puedes deshacerte de eso?

   —Qué delicado te has vuelto, Joaco —respondió con una risa divertida.

El violinistaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora